viernes, 30 de julio de 2010

Cap. XXVIII


P
asaron dos o tres días que fueron empleados en situar algunas otras vías de escape a lo largo del sendero del río. Dormitaba mansamente una mañana cualquiera cuando una mano me tapó abruptamente la boca. Lo primero que vieron los ojos desorbitados fue el negro agujero del cañón de una revólver. La mano cedió en su presión y los dedos hicieron un gesto conminándome a dejar el lecho. Detrás del tipo, semiocultos en la penumbra, había otros dos con pequeñas pistolas en la mano apuntando a la cama.
Aquellos no eran los uniformes esperados. La ropa de aquella gente se parecía a la de la que consideraba mi gente. El tipo se sentó en una silla junto a la mesa y situó a los otros dos de pie junto a la puerta con un pequeño gesto. La piel acusaba la caricia siempre presente del frío de la mañana. El sol permanecía aún oculto. Aventuré una pregunta por si de la respuesta podía sacarse alguna mínima conclusión.
- ¿Puede saberse qué pasa?
Siguieron en silencio, inmóviles. El de la silla se levantó, sacó un cigarrillo de un paquete arrugado bajo la chaqueta y se aproximó a uno de los otros sin interponerse nunca en el campo de las armas. Volvió a la silla expulsando el humo azulado en el frío ambiente del refugio. Terminado de vestirme, volví a preguntar.
- ¿Puedo comer algo?
El tipo negó con la cabeza y siguió disfrutando de las largas bocanadas que extraía del blanco cilindro alojado descuidadamente en las comisuras de los labios. Sentado sobre la cama acepté sin más la espera. El brillo de las dos corrientes de luz de las contraventanas iba creciendo poco a poco y sobre la cubierta se arrastraba de cuando en cuando el susurro suave de la brisa. Las tres miradas convergían sobre la cama como si temieran que de un momento a otro me volatilizara.

Parecían haber neutralizado con facilidad el sistema de alarma. El grueso tarugo de madera permanecía en la pared sobre el catre, inmóvil e indiferente a todo. Al cabo de una media hora sonó una voz apagada frente a la puerta y luego se hizo presente un cuerpo magro enfundado en una gruesa zamarra de tonos oscuros. Cerró la puerta en cuanto entró y echó mano de una silla que colocó frente a la cama. El de la mesa varió su posición para mantenerme a tiro.
- Mira que te lo dije…
Era la voz cansada y hasta hastiada de Venancio. Miré al contraluz sus facciones angulosas, la boca fina y la abundante cabellera. Sentía un gran aprecio por aquel hombre, si bien no sabía tampoco a qué podría obedecer. La empatía se sobrepuso por un momento a la incertidumbre, pero finalmente quise saber qué ocurría.
- ¿Qué pasa?
- ¿Que qué pasa? Te creía un tipo medianamente inteligente.
No consideré necesario responder a la observación. Los otros tres seguían atentos los acontecimientos. Venancio echó un rápido vistazo debajo de la almohada y se hizo con la pistola después de mirar de refilón al tipo de la mesa, que bajó la vista.
- Se te dijo claramente que no actuaras por tu cuenta. ¿Es así?
Asentí dubitativamente con la cabeza preguntándome como lo habían averiguado tan rápidamente. Enseguida recordé el gesto sorprendido de uno de los dos testigos y sus rasgos no enteramente desconocidos.
- Se te dijo también que actuar solo implica muchos riesgos. El peor de ellos es no saber identificar adecuadamente los objetivos.
Protesté con la mirada hasta que la duda se instaló despacio y amargamente. Se levantó y echó a andar por la penumbra. Hizo un gesto y los tres tipos salieron.

Jugaba con la pistola entre las manos mientras pequeñas briznas de polvo bailaban entre las líneas de luz que se colaba desde el exterior.
- Te has cargado a uno de los nuestros.
Una sombra pesada cayó sobre los hombros como una losa. La siniestra duda tomaba tintes de posibilidad y la expresión del hombre no dejaba lugar a dudas.
Murmuré apenas dos palabras que no pudieron encontrar el apoyo de las que debían acompañarlas.
- Lo vi…
- Se necesita más información de la que jamás podrías tener para actuar por tu puta cuenta. No tienes idea de lo que has hecho, pedazo de cabrón.
Se le instaló un gesto de ira en la expresión cansada. La losa sobre los hombros comenzaba a pesar más de lo humanamente soportable. La imagen de aquel Germán tímido y apocado, avergonzado ante la presencia de una hembra joven, se instaló en la tiniebla. Su apariencia frágil e insignificante. Su apariencia, tan lejana de su realidad y tan expuesta a la falta de inteligencia de uno que era su amigo.
El asombro empezó a transformarse poco a poco en una carga infinita de impotencia y auto-desprecio. Venancio confirmaba la sentencia sin dejar de ir y venir por la habitación, mirándome como se mira a una cucaracha.
- Hijo de puta…
El desprecio no podía doler más que el recuerdo, por más que viniera de aquel hombre admirado al que habría podido considerar mi amigo. El peso de la culpa se hizo insoportable. La propia voz adquirió un tono sombrío que no reconocí.
- Bien. Acabemos.
- ¡Cállate!
Salió y al punto entraron los otros tres. Por el esófago circulaba la acidez rancia de la vergüenza y la desesperación. Pasó un cierto tiempo y la puerta se abrió de nuevo. Alguien se dirigió al de la mesa con cierto aire de urgencia. Se levantó y salió sin cerrar. Los otros dos se miraron y luego fijaron la vista de nuevo en lo que debían vigilar. Alguna voz se alzaba fuera más alto de lo que era de esperar, como si hubiera surgido un desacuerdo sobre algo fundamental.
- ¡No hay tiempo, cojones!
La frase llegó clara al interior de la estancia. La figura de Venancio se recortó entre la penumbra.
- No sé si volveremos a vernos, pero más vale que no te encuentre jamás. ¡Vámonos!
Desaparecieron en segundos. Quedó un vacío extraño, irreal, flotando en la atmósfera y el aguijón del remordimiento retorciéndose entre las tripas. Caminaba pesadamente para cerrar de nuevo la puerta entreabierta cuando una figura menuda se coló dentro y se me quedó mirando fijamente. Estaba muy delgada pero conservaba aquella dureza en la expresión. La recordé abrazando a aquella Merche después de la refriega en los montes y después junto a mí, en el combate.
Cerré la puerta obligándola a entrar, y sorprendí un gesto de duda que no cuadraba mucho con la mujer de carácter que recordaba. Me dio la espalda un momento y deambuló entre la penumbra.
- ¿Te importa si me quedo?
Conservaba el mismo tono de voz de mujer con las ideas claras. No había cambiado más que su apariencia externa, más magra ahora, lo cual no causaba sorpresa.
- Claro que no. Estás en tu casa.
La expresión sonó de una forma absurda entre la luz escasa y la circunstancia que todos atravesábamos.

Se acomodó en una silla junto a la mesa y ofreció una breve explicación, con el deje de incomodidad que tiene alguna gente cuando está en casa ajena.
- Habría sido mejor quedarse y esperar. Venancio ha perdido facultades.
Quedó pensativa y luego volvió a hablar dejando que las cosas fueran por otro rumbo.
- Me gustaría saber por qué lo hiciste.
- La ocasión se presentó de tal manera que no había tiempo de pensarlo. Raras veces podemos devolver los golpes y ya necesitaba golpear.
Esperaba como agua de mayo algo que pusiera en solfa el curso de las cosas, una mínima duda que desviara por un momento el dedo acusador, pero no hubo más que silencio. Y quizás una cierta sombra de malicia atravesando sin misericordia su mirada. Quise saber más.
- ¿Qué está pasando fuera?
- Están poniendo la ciudad patas arriba. Ya no saben donde encerrar a tanta gente.
- ¿Por uno de los nuestros? ¿Puedes entenderlo?
- Eres tú el que no lo quiere entender. ¿Sabes lo que es un agente doble? Pues ya está. Sencillamente hacía bien su trabajo. Y se acabó.
Se levantó y caminó hasta las ventanas examinando lo que ocurría en el exterior.
- ¿Es seguro esto?
No conseguí reunir las fuerzas necesarias para contestar.
- Bueno, un día u otro nos cazarán como conejos… qué más da.
La profecía se instaló en el aire unos instantes sin causar ningún tipo de reacción, como si la fatalidad ya se hubiera hecho cargo del futuro. Enseguida hizo la siguiente pregunta.
- ¿Me prestarías la cama?
La miré y vi una curiosa mezcla de resignación y frivolidad en su rostro, como si todo lo que pudiera ocurrirle estuviera ya más que previsto. No parecía segura de recibir una respuesta afirmativa.
- Por supuesto.
- Respetaré tu propiedad, no te preocupes.
La observación me pareció injusta e incluso irrespetuosa, pero no tenía ganas de pelea. Decidí airearme, contra todo cuanto la sensatez aconsejaba. A punto de cerrar la puerta, recordé algo.
- Si te cae encima aquel tarugo, sal zumbando por donde te he dicho. Claro que no sabes cómo salir por abajo…
- ¿Se puede saber a dónde vas?
- A tomar el fresco, que es lo mío.
- Lo que tú digas.
Se quitó toda la ropa con la más absoluta naturalidad mientras permanecía sujetando la puerta, sorprendido por su aparente descaro. Me miró con una sombra de burla en los ojos y se escurrió entre las ropas. El día cumplía con su habitual itinerario afuera, entre las desoladas colinas surcadas por los leves rayos del sol.
La ciudad ofrecía su familiar contorno arriba de la cuesta, y la calle permanecía desierta. Quizás aquella sensación de fatalidad iba adueñándose poco a poco de todos, hasta el punto de que avanzar por el medio de una calle desierta no parecía tan peligroso como hacía apenas unas horas. Desde el cruce era fácil divisar las siluetas de la patrulla varada en la lejanía, al pie del coche disimulado con aquel color impersonal. El río desprendía una especie de atracción a la que uno no podía resistirse.
Pero vagar por aquellas orillas ya no producía los efectos esperados.

Detrás de los ecos cristalinos del agua había un estertor que nadie podía disimular. Todo era diferente, sucio, vulgar, y en el aire cabalgaba un mal augurio irremediable. Me recosté contra unos chopos y aproveché el calorcillo que enviaba el sol durante un buen rato, adormilado pero atento, sin encontrar la paz.
Ella dormía apaciblemente cuando regresé. Su confiada silueta, vuelta de espaldas, resultaba incluso extraña. Me serví un cierto número de vasos de vino exigidos por una ensoñación poblada de pesadillas. Ya dormido, un extraño itinerario de imágenes ocupó el extraño espacio de los sueños. Rostros llorosos de expresión inocente, o taciturnos, los de Luis y aquella mujer que fuera mi madre, tan lejanos y tan próximos.
La actitud desafiante de Herminio, erguido tras las columnas de madera poco antes de que una bala lo encontrara, o la de aquella Merche que veía lo que ocurría a sus espaldas, y luego un rosario de rostros, caminos, ruidos lejanos que siempre acompañaban a una amenaza. Hasta llegar a la piel blanca de aquella Lola que sabía cuál era la única verdad.
Volvía a duras penas del sopor cuando la ropa del catre rompió el silencio con un frufrú familiar, sin que su responsable diera aún señales de volver a la vida. Encendí el fuego después de inspeccionar someramente el exterior. Ella se desperezó y echó mano de las ropas que había dejado a los pies de la cama. Se enfundó la braga aún entre las ropas y luego una larga camiseta. Ya de pie encajó el resto de la indumentaria sobre el cuerpo menudo y se acercó a la chapa de la cocina frotando las manos. Reparé en la circunstancia de que no había comido aún.
- Tendrás hambre.
- Pues sí.
Saqué del envoltorio donde guardaba la comida un pedazo de membrillo que no había utilizado y me hice con otro vaso.

Mientras comenzaba a comer, extraje las piernas de debajo de la mesa y situé la silla de manera que pudiera hacer frente a la claridad exterior. Hacía ruiditos raros al beber y no era de la gente que come silenciosamente. Se expresaba. La leña crepitaba en el fuego cuando la dulce sensación de la compañía humana inundó sorpresivamente el espacio.
Nadie ha sabido aún medir lo que vale una simple compañía, si es que una compañía puede ser simple. Oí como pasaba el vino por su garganta e imité el gesto. Cuando vació el vaso suspiró casi ruidosamente y dejó oír su voz, ahora más profunda por efecto del sueño.
- Vives como un marqués.
- Cualquier marqués estaría en desacuerdo.
La propia voz tenía un tono extraño, como si los aguijones interiores no descansaran nunca y terminaran por afectar al más mínimo espacio. Pensé que la hospitalidad justificaba algunas preguntas, aunque esperar respuestas de aquella mujer quizás era hacerse demasiadas ilusiones.
- ¿Puedo saber por qué te has quedado?
- Te lo dije. Era hora de esconderse y no de echarse a la calle.
- No creo que a Venancio le haya parecido bien.
- Me ha parecido bien a mí.
Se hizo el silencio de nuevo, mientras ella se recostaba en la silla y se servía un vaso más. Se me ocurrió que quizás mi falta de información podría haber dibujado un panorama más sombrío de lo necesario.
- ¿Tenéis algún plan?
- ¿Algún plan?
Su voz sonó burlona y los labios se fueron distendiendo poco a poco en una mueca amarga.
- No hay nada que hacer. Nada. Que no sea hacerles pagar lo que nos espera… ¿Tienes tú alguno?
Fracasó la voz lamentablemente cuando el peso del remordimiento se presentó de forma sorpresiva y hubo de expresarse con dos corrientes de agua salada que rodaron mansamente por las mejillas. Ella llenó de nuevo su vaso y habló despacio, apaciblemente.
- De nada vale que te tortures. Esas cosas pasan. Lo único que tiene sentido es hacérselo pagar a los verdaderos culpables.
Ocupó el silencio de nuevo su espacio, mientras el vino hacía ruiditos breves al bajar por las gargantas y las lágrimas golpeaban de cuando en cuando la madera como si quisieran llamar la atención de alguien. La luz moría afuera y por las arandelas de la cocina se escapaban reflejos rojizos del fuego, enredándose curiosos en el techo.
Aquel planteamiento no solucionaba lo que no tenía solución, pero tenía la virtud de situarlo todo en un contexto nuevo en el cual el sacrificio tenía un sentido claro y ayudaba de alguna manera a aliviar la carga. Me pregunté cuál sería la suya sin atreverme a preguntarlo directamente.
- Podrías escapar. Esconderte.
- Algunos ya lo hacen. Viven en un cubil de un metro cuadrado y de noche salen a estirar las piernas. Eso no es para mí. Y no pienso rendirme, ni lo sueñes. Mira, amigo… a ti y a mí lo único que nos queda es llegar hasta el final bien derechos. Y pagar las deudas con intereses antes de irnos.
Los vasos se vaciaban con celeridad, como si en el oscuro líquido de la botella vivieran las respuestas que no podían encontrarse en otros lugares. Sus palabras abrían una puerta que no todo el mundo podía cruzar, pero hacía tiempo que habíamos roto amarras con el tenebroso mundo que nos rodeaba.

De repente el camino parecía menos negro e incluso conducía a alguna parte. Hasta la voz, cuando brotó, parecía diferente.
- Bien.
Bebió y contestó transcurrido un instante, con su voz apacible.
- Bien.
- ¿Cuándo?
- Aún no es el momento. Si no te importa que tome yo las decisiones.
- Bien.
La noche era completa cuando la botella vertió su última gota. Llenamos el tiempo de palabras que hablaban de aquella gente que un día había conocido, intercambiando información que no reveló nada que hiciera nacer más que la frustración de no poder remediar lo irremediable. Camilo y Merche estaban en el grupo de prisioneros que había visto llegar desde los ventanales de la capilla.
Habían comenzado a celebrar una especie de juicios que más bien parecían sesiones de teatro y que sólo servían para dar una apariencia de legitimidad a lo que en realidad era una persecución implacable que buscaba la pura eliminación física de toda resistencia.
El frío se hizo de nuevo presente cuando el fuego de la cocina comenzó a languidecer. Caminamos hacia el catre juntos, ella triste y callada, yo somnoliento y algo torpe por culpa de los efectos del vino. Nos desnudamos completamente como si nada de lo que habíamos aprendido en el pasado tuviera la más mínima importancia y encontramos en el contacto de la piel la mejor de las compañías.
Acaricié su cara y noté la humedad bajando por la piel silenciosamente.

Después me di la vuelta y encajé el trasero entre su vientre y sus piernas, notando el contacto de su brazo izquierdo alrededor del estómago asombrado del efecto que siempre tendrá un abrazo. Y vino el sueño.
La luz se colaba por las rendijas de las contraventanas cuando desperté al día siguiente y noté su ausencia entre las sábanas. Permanecía de pie junto a la ventana, con los brazos cruzados sobre el pecho y observando hacia afuera por la estrecha abertura. Volvió la vista cuando cambié de posición levantando rumores domésticos.
- Necesito asearme.
Recordé que no había bajado a la bodega y me disponía a ponerme en marcha cuando habló de nuevo.
- Y a ti tampoco te vendría mal.
- Entendido, doña…
Se extendió su leve sonrisa por el humilde y frío espacio mientras me incorporaba y echaba mano de la ropa para combatir un estremecimiento inevitable.
- Me llamo Inés
- Lito.
- Lo recordaba.
No se le debía escapar detalle. Sentí su presencia a mi espalda mientras retiraba las tablas que ocultaban el acceso a la bodega que había preparado para cuando las cosas se complicaran. Por la abertura de la puerta entraba la claridad justa y hubieron de pasar unos momentos antes de que los ojos se acostumbraran a la claridad.
Aspirando por un tubo de goma hice descender el agua del depósito hasta un garrafón que reservaba para aquel cometido. Su frialdad hirió los dientes un instante mientras ella inspeccionaba el oscuro agujero.

Instalé el tubo en la boca del garrafón y después de hacerle una señal descubrí la entrada del pasadizo.
- Conduce directamente al río y es mejor llevar una mecha, por culpa de las raíces.
Asintió sin hablar. El rumor del agua adquiría un tono más agudo al ascender por el tramo más estrecho del garrafón. Esperé a que subiera y se lo entregué desde abajo. La mañana iba entrando en nuestra vidas mientras acometíamos las pequeñas tareas necesarias. Las existencias comenzaban a escasear si bien parecían razonablemente suficientes para matar el hambre de momento.
El fuego crepitaba calentando el agua y aconsejaba permanecer cerca de la cocina para combatir el gélido ambiente de la pieza. Un trozo de pan duro convenientemente humedecido y dos escuetas raciones de membrillo y queso fueron despachadas con rapidez. Conforme el agua iba calentando una interrogación iba pintándose en el rostro de la mujer, que no parecía de las que aplazaban las preguntas por timidez.
- Tendré que pedirte algo de intimidad.
Por toda respuesta bajé de nuevo a la bodega y me hice con una larga vara que recordaba haber visto. Colocada en una esquina en un par de apoyos improvisados sobre algún vacío de la pared sirvió de apoyo a una vieja sábana que guardaba de muda para la cama.
Pregunté con la mirada cuando ya ella transportaba la tina con el agua caliente sin molestarse en responder. Acerqué una silla, el jabón y la esponja que utilizaba con menos frecuencia de la aconsejable y comencé una escueta conversación.
- He estado pensando que necesitarás otra ropa.
- Vendría bien. Y estas botas no son lo mejor para ir por la calle.

Sus pies eran de un tamaño razonablemente grande y no había manera de saber con precisión el número que habría utilizado en su tiempo la mujer de Damián. No quedaba más que probar y esperar la suerte.
- De acuerdo. Vengo en un momento y de paso tienes tiempo para asearte con comodidad. Ah… una toalla.
Rescaté la única toalla de reserva y se la entregué antes de examinar el exterior y salir procurando no hacer ruidos. El frío había tomado una forma de bruma blanquecina que el sol no se atrevía aún a combatir. Desde lo alto de la cuesta, la calle se revelaba desolada y envuelta en la niebla matinal.
A punto de llegar a la puerta de Damián, salió al exterior uno de los vecinos, con una pequeña azada y un cesto de mimbre, obligándome a seguir camino. En cuando giró en el cruce próximo volví hacia atrás y con la llave que había guardado entré en la casa vacía. La puerta de la que había sido su habitación liberó un pequeño gemido. Al fondo, frente a la cama, estaba el armario donde guardaba la ropa. Tres o cuatro bolitas de alcanfor liberaban un aroma extraño.
Examiné las ropas de la mujer y escogí la que me pareció más adecuada. En el cajón inferior quedaban algunas piezas de ropa interior cuyo aspecto anticuado no debía constituir ningún problema. Un par de zapatos de charol y tacón ancho y bajo fueron a parar a la bolsa que me había procurado para transportarlo todo. La bruma ascendía fantasmagóricamente cuando la calle me recibió de nuevo con un ambiente de frío y abandono.
Descubrí una expresión risueña en la mujer de regreso al refugio como si el asearse le hubiera cambiado el humor. Le sentaba francamente bien. No puso muchos reparos con la ropa, que resultaba en general discreta.

Asomó una mueca de asombro cuando los zapatos encajaron en sus pies como si hubieran sido propios de toda la vida.
- ¡Vaya!... con los pies que tengo.
Recordé algunos comentarios de Damián sobre su mujer, de la que decía que era alta como una vara.
- Bien. De momento hay suerte.
Los restos de calor de la cocina combatían el frío acumulado en la piel cuando pareció atrancarse con una pregunta.
- Oye, ¿y aquí dónde…?
Debió asomar a mi expresión una mueca confusa que no contribuyó a ayudar. Entonces comenzó a hacer círculos sobre el vientre con una mano, sin mirarme.
- ¡Ah! Ya… Aprovecharemos el viaje para que veas el pasadizo.
Desde la bodega descendimos al estrecho pasaje ayudándonos con la luz exigua de la mecha. Dejé que fuera delante para que se familiarizara con el espacio húmedo e intimidador. Al llegar al matorral que ocultaba la entrada sus movimientos se hicieron más lentos hasta que con cautela salimos al exterior. Una pequeña explicación parecía necesaria.
- En general sólo lo uso cuando las cosas van mal. Pero se puede llegar por uno de los senderos que bajan de la casa. Sólo tienes que seguir el rumor del río. Y en cuanto a… por allí.
Siguiendo el curso del rio llegamos a un rincón completamente cubierto de matorral. Por la parte posterior había preparado un mínimo acceso a base de cuchillo y paciencia, para satisfacer las necesidades básicas del cuerpo. El río formaba allí un pequeño meandro donde se acumulaba la arena, facilitando la ocultación de cualquier tipo de rastro.
- Te espero más allá.
Con el cuello subido y las manos en los bolsillos de la chaqueta me recibieron los primeros rayos del sol de la mañana.

La niebla ascendía aquí y descendía allá en un juego inocente cuando llegó el rumor de sus pasos. Paseaba la vista por los alrededores, con los brazos acompañando el paso. Con cierta timidez hice una pregunta necesaria.
- ¿Has borrado bien el rastro?
Le asomó una sonrisa que me obligó a levantar la mano pidiendo disculpas. El rumor del río llegaba constante y pacífico mientras ella contemplaba cuanto tenía ante los ojos cruzando los brazos sobre el pecho. Se detuvo curiosa ante el matorral de la entrada y de nuevo nos introducimos en la oscuridad del pasaje. Cuando llegamos de nuevo al refugio la cocina conservaba aún cierto calor. Puse en la boca la primera urgencia.
- Bien. Necesitamos provisiones.
- Hay algo más urgente.
Mantuvo la mirada con un gesto de burla mientras me preguntaba a qué podía referirse.
- Un perro sin nariz seguiría perfectamente tu rastro. Aún queda agua.
Azorado, murmuré una disculpa que no llegó a ser inteligible. El agua que no había utilizado estaba todavía tibia. Ya tras la sábana, me desvestí rápidamente y aclaré la esponja en un pequeño recipiente de zinc. Oí su voz con un deje de timidez.
- Oye, no te ofendas, pero entrar así en una tienda es casi delatarse.
- No me ofendo.
Me salió un tono algo desabrido que desmentía rotundamente la declaración. Soltó una risita y siguió hablando.
- Vamos… Es mejor. Haremos tiempo para que se vayan las compradoras habituales y me compondré con más tranquilidad. Y por la noche tendrás un olor más agradable y… quien sabe.
Casi me sobresaltó. Se pararon los músculos como si la tarea ya no tuviera sentido y luego volvió su risita a llenar el espacio. Solté lo primero que se me vino a la boca.
- Eres una descarada
- No sabes hasta qué punto.
Es extraño en qué dramáticas condiciones puede brotar una sonrisa. Cuando todo lo que nos rodea se vuelve oscuro y sombrío aún queda sitio para algo tan humano como una sonrisa. Había olvidado la toalla.
- ¿Has puesto la toalla a secar? Creo que no tenemos otra.
- Está un poco húmeda pero servirá.
Se acercó a la barra que protegía la chapa de la cocina y produjo un leve ruido cuando apartó la sábana y depositó la toalla sobre mis hombros desnudos. Transcurrieron unos instantes en los que no fui capaz de reunir el valor necesario para hacer el menor movimiento. Luego el ruido se repitió y la sábana que hacía las veces de cortina volvió a su posición original. Nació de nuevo su risilla pícara y luego una declaración que nos devolvió a la tarea.
- Vamos, no te entretengas.
- Tendrás que alcanzarme ropa interior limpia. Hay un paquete debajo de la cama.
- Amigo… eres un consumado conquistador.
Esta vez la sábana siguió en su sitio cuando la ropa aterrizó sobre la vara que permitía aquella mínima intimidad. Su silueta tenía un algo de irreal cuando aparté la sábana-cortina. Se miraba y se remiraba repasando con las manos el vestido y la camisa de aquella que había sido la mujer de Damián. Parecía haber adoptado una nueva personalidad, menos concentrada y más risueña.
- ¿Cómo me ves?
Súbitamente sentí que no podía decir lo que pensaba, pero algo brilló en su mirada, como si lo adivinara.
- Me encanta el olor a jabón, Lito.
Parecía disfrutar con mi azoramiento. De repente noté que aquella mujer veía mucho más allá de lo aparente y se me ocurrió que quizás aquella capacidad era común a todas las mujeres, aún a aquellas que no la demostraban abiertamente. Estaba guapa. Se me ocurrió que su pregunta anterior disculpaba una observación más atenta.
- Déjame verte.
Comenzó a girar lentamente con los brazos abiertos, mirando hacia atrás con una expresión divertida y luego preguntó con la mirada.
- Estás muy guapa. Algo antigua, quizás, pero guapa.
- ¿Guapa?
- Sí. Guapa.
Mantuve la mirada cuando sus ojos se pararon en los míos, ya más serios. Bajó los brazos e hizo una breve y llamativa declaración.
- Quién sabe lo que nos queda por vivir… Lito.
Las cosas más importantes que se dicen no suelen depender de las palabras, sino de las mil cosas que las palabras llevan alrededor. Del gesto de las manos, del baile de los ojos, de la sonrisa que se abre apenas y descansa después sin llegar a manifestarse. Se puso en marcha dando la escena por finalizada. Antes de internarnos de nuevo por el pasadizo hice que se quitara el chaquetón para evitar que se manchara.
La mañana había avanzado con su paso cansino y el frío era ya menos rotundo. Desde uno de los muchos cruces observé a un par de tipos apostados frente a una de las tiendas que había visitado en el pasado.

Su indumentaria recordaba algo deliberadamente preparado para la ocasión. Seguimos camino cogidos del brazo como una pareja cualquiera que resuelve los pequeños problemas de la vida diaria. Se levantaron unas voces abruptas al final de la calle. Apareció una mujer, con una bolsa de tela colgando desmañadamente de la mano derecha y el pelo rapado hasta el extremo.
Detrás de ella tres tipos con pistola al cinto, uno de los cuales hacía ondear en el aire una pañoleta de tonos azulados.
- Ven que te la devuelvo, mujer, no vayas tan deprisa.
La mujer apretó el paso y las risas de los hombres arreciaron. Giramos en el cruce siguiente y desembocamos en una calle más ancha con más tránsito de personas. De algunas casas salía olor a comida recién preparada. De cuando en cuando cruzaba algún coche negro ocupado por algunos personajes de traje y gafas oscuras. Noté como el brazo de Inés se ponía en tensión sobre el mío. No dijo nada.
Caminamos largo rato por escenarios cambiantes, examinando cuidadosamente todo lo que pudiera salirse de lo habitual. Asomó un hombre maduro, rechoncho y vivaracho, a recoger las cajas que algún repartidor acababa de dejarle en el suelo. La tienda estaba vacía, protegida del sol por una lona de tono verde, francamente polvorienta. Introduje en el bolsillo de mi acompañante un par de billetes y vigilé sus pasos desde una esquina.
Olía a judías frescas, cocidas. En cuanto la vi juzgué muy poco discreto el paquetón que cargaba. Nos dimos prisa. Llegados a un cierto punto, seguí una indicación de la mujer y nos desviamos hasta recalar en una placita con plátanos jóvenes, seca y polvorienta. Llamó a una puerta pintada de verde y al poco le franquearon la entrada. No tardó más de unos minutos en salir, evitando circular por el medio de la plaza.

No hice preguntas. Al cabo de una media hora estábamos de nuevo en la casa.
El sol del mediodía había caldeado razonablemente el ambiente. Inés se quitó el chaquetón y lo contempló largo rato dándole vueltas y vueltas delicamente, como si temiera hacerle daño. Me sorprendió la presencia de los fideos en el paquete y después me sorprendió más el hecho de no haber pensado en ellos en todo aquel tiempo. Olía a carne fresca de vaca, pero no había carne. La explicación era un hueso de buen tamaño partido por la mitad. Patatas, una pequeña coliflor, un buen trozo de pan de hogaza... Un regalo.
Encendí el fuego disponiendo algo de agua en un recipiente limpio y en cuanto el vapor comenzó a fugarse por debajo de tapa, añadí los fideos y el hueso. Ella depositó el chaquetón en el respaldo de la silla y observó el exterior por las rendijas de las contraventanas. Escuché los ruidillos típicos del cristal cuando se hizo con un par de vasos que depositó en la mesa junto con la botella de vino.
- ¿Te pongo vino?
- Sí.
- Habría que lavar los platos.
- Hay que subir más agua, ¿puedes? Avísame para cogerla desde aquí.
Nos miramos un instante cuando reprendí con la mirada el ruido que el lavado de la loza producía. En el humilde espacio había brotado el extraño encanto de las insignificantes cosas domésticas, el olor de la leña, el murmullo cálido del agua hirviendo, el vapor caldeando la atmósfera...
Al cabo de unos momentos dábamos cuento de la sopa caliente con la sensación de quien descubre un tesoro, callados y reconfortados por las cosas pequeñas de la vida.
Después queso y membrillo y de poco en poco el vino que alegraba aún más el paso de los alimentos. Noté que cavilaba largamente, apenas acabamos con el modesto ágape. Se recostó en la silla, alargó el vaso para remediar aquel vacío, y por fin habló.
- Bien, querías saber cuando...
Aquello no precisaba de respuestas, así que dejé que retomara tranquilamente el hilo.
- No parece que vayamos a interrumpir nada precisamente. Y dudo que podamos hacerlo ya en el futuro. Esto... se acaba.
Ninguno de los dos pareció excesivamente afectado por el dramatismo de la frase. Pero el silencio se hizo más denso y duradero mientras el vino bajaba por la garganta dejando un regalo efímero pero agradable.
- Lito... no quiero que pienses que dudo de tu capacidad, pero... quisiera saber si estás verdaderamente dispuesto.
Le daba vueltas al vaso de vino entre los dedos, sin nerviosismo, como si quisiera facilitar un momento de reflexión.
- No veo más que un camino. En realidad hace tiempo que no queda nada ya que conservar.
- Quedamos nosotros, mientras podamos. Es todo cuanto tenemos, pero habrá un final y vendrá pronto. Sólo hay una manera de hacerlo y es dejar lo que nos ata a la vida aquí y ahora. Todos los minutos de aquí en adelante serán un regalo inesperado, eso es lo que hay que entender. Sólo se trata de aceptarlo.
Asentí sin hablar. Se nos prendieron las miradas y así permanecimos mucho tiempo, anclados en algunos recuerdos compartidos y otros que eran sólo de cada uno. Nadie sabría decir cuando una mano fue al encuentro de la otra y la recorrió lenta y levemente, hasta que ya las dos se exploraron curiosas.

Bebimos el sorbo que quedaba en los vasos y nos levantamos recorriendo abrazados la distancia que nos separaba del catre para entregarnos los cuerpos el resto de la tarde. Nos amamos como sólo pueden hacerlo dos que saben que tienen un tiempo limitado.
 





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