viernes, 20 de agosto de 2010

Cap. VII


H
ay dos formas de esconderse. La soledad y la multitud. Aquel Julio con su flamante camisa azul nació en el recuerdo y permaneció allí como la imagen de una pesadilla. Un vecino, como quien dice.
La multitud ofrecía poca seguridad. Y el monte no era amable, pero al menos lo conocía. El vivir entre los demás planteaba también el problema de implicar a quien me diera cobijo. Así que estaba decidido.
Sería un lobo más. Sólo necesitaba una buena guarida. Un territorio bien conocido y difícil de peinar. Lo suficientemente amplio como para poder cambiar de cobijo si las cosas se ponían difíciles. La escopeta y la munición quedaron escondidas en el tronco imponente de un castaño relativamente alejado del camino, envueltos en un trapo seco, y al abrigo de aquel árbol antiguo fueron madurando poco a poco los pensamientos.
Necesitaba sentirme entre gente de ley y eso planteaba problemas. De tal tenía fama la gente de Trabadelo y en particular aquel maestro que había visto con la expresión perdida y el pelo revuelto en aquel maldito jeep. No estaba muy lejos el lugar. Por el momento no había visto mi rostro por las paredes, lo cual me permitía conseguir alimento sin grandes dificultades, aquí y allá, pero sin permanecer más que unas horas en los sitios habitados. El cansancio era una tortura los primeros días. Al poco los pantalones se me escurrían y el cinto necesitó un par de agujeros nuevos. La higiene era otro problema. Empezaba a oler como el ganado.
La pensión de la Paca en Vilatorbes fue mi escondite durante un par de días que empleé en asearme con agua congelada y lavar la escasa ropa interior y la camisa que llevaba conmigo. Después me dirigí a Trabadelo a pesar de no conocer a mucha gente allí.

Apenas había hecho un par de viajes en todo el año pasado para algún particular, pero tenía algún conocido de juventud. Algo me dijo que debía prescindir en lo posible de aquella manía de esconderme de todo el mundo que empezaba a adueñarse de mí. Aún quedaba dinero pero no sería eterno. El pequeño bidón de gasolina que llevaba siempre conmigo se estaba quedando vacío.
Aparecieron las primeras casas aconsejando apagar el motor y dejar la moto trabada detrás de un muro de piedra. Concederse permiso para disfrutar de los rayos del sol sin pararse a pensar quien pudiera observar o no. Caminar con las manos en los bolsillos de la chaqueta con el pensamiento detenido. Hay momentos en que la seguridad depende de la suerte. Necesitaba suerte.
No ladraron los perros, lo cual era una novedad sorprendente. El pueblo era poco más que un par de hileras de casas a ambos lados del camino. Un sendero conducía a la parte de atrás de las viviendas. Tierra arada, las flores amarillas de las "peliqueiras" y un hombre tirando de una yunta de bueyes con el arado separando la tierra seca, avanzando en mi dirección. Paró cuando llegó a mi altura.
– Buenos días.
No hubo contestación. Echó mano a las astas de uno de los animales deteniendo su avance perezoso y volvió a mirarme sin hablar.
– ¿Conoce usted al Germán?
Siguió mirando con una expresión que era mucho más que desconfianza y luego meneó la cabeza a ambos lados. Me pregunté si sería mudo. Casi estaba a punto de seguir camino cuando recordé al maestro. Estaba convencido de que era de allí.
– ¿Alguna noticia del maestro?
Se relajó su expresión antes de fijarse en mis zapatos llenos de polvo. Avanzó despacio mientras extraía un pitillo ya liado de un pequeño envoltorio y ofrecía otro hurgando en mis pupilas. Tenía los ojos negros y el pelo desordenado. La zamarra ya gastada transmitía el olor del sudor antiguo mezclado con el frío seco. Un olor rotundo a tierra y esfuerzo inacabable. Rechacé la invitación con la cabeza.
– ¿Lo conocía usted?
Me alarmó que hablara en pasado.
– Lo vi en el coche cuando se lo llevaban. ¿Han sabido algo de él?
Nació como con desgana un suspiro profundo mientras encendía el pitillo con un fósforo y se colocaba a mi lado mirando hacia los bueyes.
– No hemos sabido y no creo que lleguemos a saber. Dicen que lo iban a llevar a juicio, pero últimamente aparece gente muerta en las cunetas. No creo que los juzguen.
– ¿Había hecho algo?
– Pues claro que había hecho algo.
Su mirada se perdió en aquellos montes cubiertos de castaños y robles desnudos. Salió al aire el humo del pitillo y después una risa amargada.
– Enseñar al que no sabe, que hoy es el peor pecado.
Quedamos los dos callados disfrutando del sol mientras los bueyes meneaban las cabezas vencidas por el peso de la yunta. Olía al humo de las cocinas de leña y en el ambiente había un silencio que en otro momento de la vida hubiera parecido pacífico.
– ¿Puedo saber de qué conoce al Germán?
- Solíamos buscar moza juntos en las fiestas, ya sabe. Aquí mismo nos hemos marcado más de cuatro bailes. A los cojos les encanta bailar.
Un detalle así, deslizado inocentemente en la conversación servía como confirmación. Asintió con la cabeza.
– El año pasado se fue para Sotelo. No está muy lejos, pero tienes que subir todo el monte que tienes enfrente. Puedes seguir por aquí, no hace falta que pases por el camino.
Aquello debía decirlo por algo que seguramente tenía que ver con mis polvorientos zapatos. Los bueyes lo miraron indiferentes mientras volvía hacia ellos y yo daba las gracias. Por toda contestación se limitó a manejar la vara para obligar a los animales a dar la vuelta y yo me alejé por donde había venido. Tronó el motor de la moto y arreció después a fin de conseguir la energía necesaria para subir aquel monte.
Sotelo era como un cuento de hadas. Casitas aisladas entre árboles recios de copas redondas y fumarolas ascendiendo en el frío de la mañana. Montones de leña a los lados del camino y algún perro ladrador. Trabar la moto tras una hilera de chopos y tranquilizar al chucho inclinándome para ponerme a su altura, pan comido. Una vez me olisqueó cuanto quiso se quedó más tranquilo.
Había un hombre ya entrado en años recogiendo pequeños troncos de debajo de la escalera que conducía a su hogar. Buenos días, ¿sabe usted donde vive Germán? Señaló una casa al fondo de un estrecho sendero que ascendía entre pastos y algún frutal y se quedó observando mientras me alejaba.
La casa fue haciéndose más real a medida que la distancia iba muriendo. Una edificación simple en planta baja con un pequeño voladizo para protegerse de la lluvia. Sencilla y no demasiado grande. Un poco más lejos lo que debía ser un pequeño granero.
El perro se levantó del suelo sin hacer el más mínimo ruido y avanzó hacia mí hasta que los dos concordamos en detener nuestros pasos. Se agitaron brevemente unas cortinas y la puerta se abrió. Acuéstate, Tas. Se me quedó mirando largamente, como si no me conociera y luego su sonrisa creció despacio.
– ¿Será posible...?
Aquellos andares de cojo acostumbrado a la cojera se me fueron haciendo familiares mientras avanzaba a mi encuentro. Nos saludamos con esa efusión tímida que es propia del tiempo que pasa y enseguida debió notar algo en mi expresión que lo obligó a echarme las manos a los hombros. Debí recordar entonces la caricia del calor humano porque se me humedecieron los ojos y hubo que disimular fijando la atención en la casita y lo que la rodeaba.
Al rato estábamos sentados a la mesa con una jarra de tinto fresco y unas rodajas de chorizo picantón. Seguía soltero. No acabo de entenderme con las mujeres, dijo, con una expresión como ausente. No era un hombre muy comunicativo con según qué temas. De ahí pasamos a comentar un poco como iba la familia y más tarde a los últimos acontecimientos. Parecía contagiado de la apatía que sufría todo el mundo a la hora de hablar de ciertas cosas. O del miedo. Al final le conté que estaba en dificultades sin ser mucho más concreto. A punto de terminar con el vino, pregunté si seguía cazando.
– Han requisado todas las escopetas aunque sé de algunos que no la han entregado. La mayoría de las casetas están abandonadas. No sé si recuerdas la del Carballón. Al final sólo la usaba yo y terminé por cansarme de que nadie me acompañara. Muchas de las de por aquí están así.
Asentir con la cabeza y alabar el chorizo para cambiar de tema. Aquello eran buenas noticias. Recordaba aquel pequeño refugio por alguna invitación de alguien del lugar.
Aquel día los conejos tuvieron una mala experiencia. El acceso no era fácil, pero había agua muy cerca. Y si no era el único en la zona, era justo lo que me convenía.
– Oye, puedes quedarte unos días si lo necesitas.
– Dormiré hoy si no te importa. Lo que sí te agradecería es que me consiguieras un poco de comida mañana.
No quiso aceptar el dinero que le entregaba. Dormí aquella noche en una cama estrecha que hacía miles de ruidos y al día siguiente me fui con una buena provisión de cecina, chorizo, alguna fruta y un pan de hogaza que debía administrar bien. Seguramente eran de su propia despensa, pero no era necesario hacer preguntas. Miradas francas al despedirnos.
– Cúidate, amigo.
– Lo haré. Y si necesitas algo ya sabes dónde estoy.
– Te lo agradezco. Es suficiente con que no lo comentes.
– No hay necesidad. Cuidate tú también.
Me eché el impermeable por encima deshaciendo el camino que me había llevado hasta aquel hombre, atento a los ruidos del bosque y aprovechando los senderos que circulaban más o menos distantes, por precaución, anotando mentalmente los pequeños detalles. Pequeñas represas para el regadío, casetas para la herramienta, cruces de caminos, lugares sin posible escapatoria, abundancia de aves rapaces... No estaba claro qué hacer con la moto. Por un lado era un medio de transporte más que interesante y por otro una rémora que impediría moverse con libertad.
El sol estaba en lo más alto cuando hice una pausa para dar cuenta de una modesta ración, con la espalda recostada contra un enorme pino. Apenas había visto un par de camiones de reparto en toda la mañana. Terminado el modesto ágape se impuso la conveniencia de dar una vuelta por el espeso pinar. Pinos viejos y robustos.
El terreno se inclinaba ligeramente hacia el norte y abajo corría un arroyo más bien exiguo. El suelo estaba regado de aquellas agujas ya descoloridas que por la zona llamaban "pinaveta". Ascendí hasta el punto más alto, donde una formación de pizarras sobresalía del terreno formando un pequeño abrigo natural orientado al sur.
Aquel pequeño castillo natural merecía un examen más detenido. En su centro había una pequeña hondonada imposible de cubrir con pocos medios, pero imposible también de ver desde el exterior. Por de pronto parecía buena idea recoger de los alrededores un pequeño garrafón de cristal con la habitual funda de caña bastante estropeada, y algunos palos de cierta altura que podrían servir en su momento para levantar una modesta cubierta. Bautizar un lugar. " La Cuevona". Allí quedó la mayor parte de la comida lo mejor oculta que se pudo antes de emprender de nuevo el camino.
Renunciar a la moto. O quizás no. Al final se impuso una solución intermedia. Ocultarla. Trabadelo me recibió en un estado mental muy próximo a la confusión absoluta. Miles de preparativos intentaban hacerse hueco como si nada pudiera quedar en el aire. Un buen momento de recuperar la escopeta y la munición.
Quedó atrás el pueblo siguiendo el camino donde me había encontrado al hombre de los bueyes y en poco tiempo más nació al contraluz la silueta del enorme árbol. El cansancio comenzaba a hacerse sentir. Me recosté contra el dios vegetal pensando en los próximos pasos a dar mientras oteaba el horizonte visible. Apenas alguna gente en los campos.
Recuperada la escopeta se hizo evidente que disimular aquel artefacto no era tarea fácil.

Aún liberada del cierre y doblada sobre la báscula seguía asomando aquel negro cañón por algún sitio. Me eché el impermeable por encima y la colgué del hombro con el cañón apuntando hacia el suelo.
No tardaría en anochecer. Atravesaba el pueblo por aquella senda tras las casas cuando observé a un par de paisanos charlando tranquilamente y liberando una columnita de humo al cielo de cuando en cuando. Remolonear entre los árboles, fijando la atención en cada detalle del entorno por si pudiera servirme de ayuda en el futuro hasta que aquellos dos se despidieron. Quedaba en el aire el rastro del humo de los cigarrillos.
Me sobresaltó aquel papelajo al caer inopinadamente al camino desde una de las ventanas, justo enfrente del terreno marcado por los surcos del arado. Lo habían doblado con energía de forma que los signos, muy marcados en tinta negra, fueran visibles. Aquel "coba" que se adivinaba entre los pliegues arrugados me resultó más familiar de lo apetecido.
Mirando como por casualidad hacia las ventanas fui extendiendo aquel galimatías con los pies, como un crío curioso, hasta que todo quedó claro. El retrato era muy defectuoso pero el nombre era bien reconocible. Manuel Vieitez Corcoba. Ese soy yo. El paso se hizo más vivo.






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