jueves, 26 de agosto de 2010

Cap. I


L
a mayoría ni escuchaba la radio. La vida se reducía al trabajo y la rutina diaria, cuidar de la familia, de las tierras, pagar los impuestos puntualmente para no tener que lidiar con la justicia y poco más. Todo andaba revuelto, eso lo sabíamos, pero no nos ocupaba muchas conversaciones. Quizás porque sabíamos que no podíamos hacer nada por mejorarlo. Un día la radio habló y dijo lo que dijo. Y todos supimos que desde entonces todo iría peor.
Me levanté temprano para no tener que andar corriendo. El día prometía trabajo a manos llenas, así que hubo que asearse con prisas por culpa del frío, echar la chaqueta de pana por encima, subir el cuello y despedirse sin más de mi padre, que cortaba leña en el patio. Miró con cara de pocos amigos y no contestó. Por la noche habíamos discutido por lo de siempre: por nada.
Marché sobre aquella vieja moto que andaba poco más que un burro, pero andaba. No tenía muchas cuestas que sufrir, por fortuna, porque de otra manera no sé que habría sido de ella. Cuando llegué a Vega había grupos de gente aquí y allá. Levantaron la cabeza al paso de la moto y luego siguieron a lo suyo. Alguien había colocado un cartel de la Falange en el tronco robusto de un viejo plátano. No me simpatizaba aquella gente. Cuando llegué a la tienda ya Herminio había colocado los primeros sacos en el camión de reparto.
– Duermes más que las mantas, chaval.
– El día es largo
Desganado, escupió en la cuneta. Me apresuré a ponerme la funda y continuar con la carga. Tenía que repartir en Villafranca y seguramente en Corullón, por la mañana. Y por la tarde sería el turno de Carucedo y Cobas si iba bien de tiempo. El hecho de llevar el camión lleno lo complicaba todo y la inseguridad que flotaba en el aire no ayudaba.
Recogí un par de facturas para cobrar "como fuera" y me puse en marcha. Paré un minuto en casa de la abuela Marta, acepté un par de chorizos envueltos en papel de estraza y salí del pueblo. Los corrillos seguían donde los había encontrado. Comprobé que llevaba agua suficiente para el motor y esperé a que la temperatura subiera poco a poco antes de pisar a fondo el acelerador. Hacía un frío seco y rotundo pero el sol se anunciaba generoso y casi primaveral.
Lo mejor del trabajo eran aquellos recorridos entre montes callados y bosques preñados de olores y colores que hacían soñar. Y lo peor, la carretera. El perder la atención significaba sucumbir en uno de aquellos baches o terminar con la carga en la cuneta. No sería la primera vez. Y Herminio no pagaba los fracasos. Si hacía mi trabajo lo cobraba y si no, a esperar mejor suerte. Y soportar de paso sus burlas.
Por el camino me crucé uno de aquellos "jeeps" de color indefinido y lleno de camisas azules y correajes encerados. Me miraron de mala manera, como hacían con todo el que no vistiera el mismo traje. El día se anunciaba precioso. El futuro no pintaba igual de bien.
Llegué a Villafranca poco antes de las once. Aparqué frente a la tienda de Concha y descargué tres sacos de habas. Había más gente que de costumbre, pero no hacían mucho gasto. No había más que ver su cara. Algunos levantaban la voz y anunciaban castigos ejemplares para "todos esos que cantan la Internacional". Me acerqué a cobrar la mercancía.
– No sé si aguantaré mucho a este come-mierda.
– Tranquila mujer, se le pasará cuando le bajen las copas.
– Te debo dos pesetas que no me queda cambio.
– Tranquila, te lo apunto.
- Y a las mujeres también os van a leer la cartilla, que ya os creíais las reinas del carnaval, hasta ahí podíamos llegar...
Miré la jeta amarilla del lenguaraz antes de salir. En la vida le había oído hablar tanto ni tan alto. Aquello era lo que iba a pasar, como decía mi abuela Marta. Todos los mequetrefes de taberna, los envidiosos, los pusilánimes y los que nunca habían dado la cara para nada se iban a envalentonar. Tenían ganas de sacudirse la penosa sensación de don-nadies que los consumía y los cuatro gatos de la camisa azul necesitaban una buena legión de panolis. Antes de salir les solté una andanada.
– ¡Manda a esta gente a fregar los cacharros, Concha!
Miré hacia atrás para ver como sentaba el comentario. Sólo ella reía.
 





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