martes, 24 de agosto de 2010

Cap. III


L
legado el fin de semana y como quien no dice nada, padre me puso al corriente de nuestra próxima incursión por los montes. No se tomaba la molestia de avisar con mucha antelación, pero lo cierto es que en aquella ocasión, se lo agradecí, no sabría decir por qué. Al día siguiente pateábamos la tierra por entre las uces buscando alguna presa esquiva. Los conejos en particular solían aportar un complemento que no sobraba en la despensa.
Pasé bajo una cueva que frecuentaba durante la adolescencia, en los pocos ratos que los campos o el ganado dejaban libres. Sólo un par de amigos conocía aquel cubil secreto pero hacía tiempo que habían marchado a buscar mejor fortuna. Entre seguir camino o echar una mirada, algo me empujo a escalar aquellos riscos. Recordaba bien el camino, pero los rincones donde en otro tiempo encajaban los pies estaban llenos de musgo o hierba. No sé por qué pensé que tantas dificultades eran una especie de señal. Últimamente tenía extraños presentimientos. Por fin llegué a la pequeña plataforma a escasos metros del suelo. La vegetación se había enseñoreado de mi escondrijo, pero no tuve mayor dificultad en despejar el sendero con la escopeta. Todo estaba igual. Allí seguían aquellas piedras blancas que solía recoger por el camino y los restos de paja que usaba para acomodarme.
Qué extraño el tiempo... Todo permanecía tal cual lo había dejado, como si todos aquellos años pasados fueran una pura fantasía. Mientras bajaba retiré cualquier cosa que obstaculizara la ascensión y escarbé lo necesario para que los pies encontraran rápidamente su sitio. Me pregunté por qué lo hacía mientras buscaba con la vista el rastro de mi viejo. Estaba plantado a cierta distancia mirando en mi dirección. Eso significaba que estaba harto de esperar.
Volvimos con unas pocas piezas en el cinto, nada extraordinario, y entramos en la casa sin tropezar a nadie por el camino.
Pasaron los días sin más novedades que los rumores previstos, siempre imposibles de confirmar. La nieve hizo acto de presencia un Miércoles por la noche y permaneció en las calles apenas unas horas. Lo suficiente para complicarme la vida con el camión por aquellos caminos de arcilla.
El jueves amaneció espléndido y frío. Me puse en marcha con la vista puesta en cada uno de los baches traidores del camino. Acababa de vislumbrar las primeras casas de Vega cuando advertí en las curvas a la salida del pueblo el color violento de la bandera, amarrada a uno de los hierros que sujetaban la lona del camión. Delante iba uno de aquellos jeeps.
Aparqué el coche mientras Herminio subía la pesada persiana de la tienda. Cruzamos un buenos días rutinario mientras observábamos los movimientos de la gente que descendía del camión al otro lado de la plaza. El jeep se había buscado un espacio para llamar la atención lo más posible y sus ocupantes no tenían prisa en salir. Los del camión formaron militarmente siguiendo las órdenes de un tipo alto y desgarbado que les dejó plantados mirando al cielo mientras se dirigía hacia los del jeep. Se cuadró frente al que bajaba y quedó también petrificado.
Aquel tipo parecía no acusar el frío. Paseaba por la plaza con las mangas azules arremangadas examinando cada detalle del suelo o las casas o los tejados. Nos examinó a nosotros también, con igual atención, y después extrajo unas gafas negras para protegerse del sol y avanzó hacia sus acompañantes. Hizo una breve señal y ancló en aquel lugar separando las piernas y cruzando los brazos sobre el pecho amplio. Un tipo se levantó sobre el piso del jeep con un altavoz y empezó a leer con ciertas dificultades una proclama más torpe que patriótica.
Se nos invitaba enérgicamente a colaborar con las nuevas autoridades advirtiéndose muy claramente de los riesgos que implicaba prestar cualquier tipo de colaboración a los "enemigos de la patria liberada". Siguió un necesariamente escueto relato de las hazañas de los ejércitos liberadores no exento de cierta comicidad porque el rudo barítono se dejó en el limbo a la pobre erre que debía acompañar a la prosperidad anunciada, y aquella "posperidad" resonó entre las viejas piedras de muy mala manera.
El discurso terminó con un viva a la patria liberada que sonó como un latigazo y fue acompañado casi tímidamente por las estatuas salidas del camión que no parecían tan entusiastas.
Algunas ventanas, las menos, se fueron abriendo conforme el discurso avanzaba. Para cuando las estatuas abandonaron su incómoda postura siguiendo las correspondientes órdenes, ya algunos ciudadanos estrechaban la mano del impasible mocetón de las negras gafas.
Sonreí al reconocer a Mario, el de los piensos y al "Pelotas", que no iba a ningún sitio sin él. Allí estaban también Araújo, Claudio el "Pitoño" y don Marcial, todos gente de orden. Al poco se les fueron uniendo algunas damas, casi tímidas al principio pero más confiadas una vez cruzaron las primeras palabras con el fornido militar, después de una reverencia que a punto estuvo de hacer reír a mi jefe, cosa difícil de conseguir.
La escena no dejaba de tener cierta similitud con cualquier amable recepción, de no ser porque la mayoría de las ventanas de la plaza permanecían cerradas a cal y canto y poca gente se atrevía a circular demasiado cerca de los uniformados. Entonces vi al chaval, agazapado tras una de las columnas de los soportales, con la honda asesina atravesada en la cinturilla del pantalón. Pronto se sintió observado y me miró.
Todos le llamaban Cuco por la habilidad que exhibía a la hora de imitar el canto de los pájaros. Tenía los sentidos de uno de aquellos aguiluchos que hacían ronda en el cielo ajenos a nuestros conflictos. Por alguna razón había decidido que mis regañinas eran soportables. Hay que decir que las más de las veces pagaba las culpas de otros y jamás contaba una mentira. Le hice una señal y esperé.
Herminio preparaba ya la tarea del día, pero no tenía muchas esperanzas de que echara mano a los sacos. Normalmente me costaba iniciar la tarea, pero aquel frío animaba a poner los músculos en acción. Cuco apareció a mi lado. Como esperaba, nadie le había visto cruzar la plaza. Era un genio a la hora de desaparecer, cosa que no hacía tanta gracia a su madre, y conocía cada rincón de aquel lugar olvidado.
– No se te ocurrirá tirarle al aguilucho con eso, ¿verdad?
Negó con la cabeza, muy serio, y luego continuó inspeccionando a la gente de la plaza.
– Y a esos, ¿les tirarías?
Asintió con la cabeza después de pensárselo y liberó una sonrisa al entender la mía como una autorización.
– Necesito que me digas qué hace toda esta gente, ¿vale?
Me miró expectante y tímido al mismo tiempo.
– Conozco un rincón donde se pescan buenas truchas con la mano.
Se le iluminó el rostro y la sonrisa. Tenía la cara sucia y los mocos asomando eternamente. Señalé hacia la plaza con el pulgar y levanté las cejas. Meneó la cabeza arriba y abajo y desapareció como por ensalmo. Me eché el primer saco a la espalda mientras alguno de los soldaditos miraba como preguntándose la razón de mi extraña actividad. Prefería marchar antes de que aquella gente empezara a meter la nariz donde no le importaba.
Mejor que Herminio se entendiera con ellos. Con la mercancía a buen recaudo aguardé las últimas instrucciones. Nunca faltaba algún cobro atrasado.
 





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