domingo, 1 de agosto de 2010

Cap. XXVI


L
os perfiles de los montes que rodeaban la Cuevona se hicieron presentes una mañana de nubes altas y grises. Cualquiera podría notar el presagio claro de la lluvia. El estómago protestaba por la desatención ya crónica mientras los pájaros anunciaban la visita cumpliendo escrupulosamente con su tarea de perenne vigilancia. Un alto en el camino con la atención fija en cada pequeño detalle y los ojos y oídos bien abiertos era una buena manera de familiarizarse de nuevo con el terreno.
Todo parecía estar en su lugar. La cuerda que guardaba el perímetro estaba donde debía estar y no había en el sendero rastro de presencias extrañas. Ya dentro del escaso espacio busqué en el lugar adecuado hasta encontrar un buen trozo de bacalao que no pudo esperar a ser desalado convenientemente. Con la sal abrasando los labios bajé hasta el riachuelo con un pequeño recipiente donde al poco reposaba toda la pieza.
Cerca del agua las pisadas menudas y profundas del jabalí con su prole y el murmullo cálido y continuo del agua. La techumbre del refugio necesitó de un cierto repaso ante lo que se aproximaba. Las nubes no prometían grandes cantidades de agua, pero nadie ha sabido predecir nunca la lluvia adecuadamente.
Darse una vuelta por los alrededores mientras el bacalao terminaba de perder los rastros de la sal era una buena manera de emplear el tiempo.
Con el impermeable envuelto en la mochila salí de la Cuevona para la inspección. El aire olía a humedad y el canto de los pájaros tenía un aquel de anuncio real o imaginario. La vegetación había crecido en determinadas zonas y parecía más escasa en otras, como si la lluvia, escasa en los últimos tiempos, se hubiera repartido de manera desigual, o el azar hubiera determinado qué cosas crecían y cuáles no.
Una pareja de cuervos descendió de lo alto de los pinos al llegar a lo alto de una loma y en la distancia se inició un rumor propagado por los valles. Poco después el sol mandó una serie de reflejos que se producían a intervalos regulares y nacían siempre hacia el sur. Dada la distancia no se podía más que imaginar una serpiente de vehículos con el adecuado camuflaje, delatados por el ruido inevitable de los motores en la ascensión. No parecían andar cerca, pero era mejor pensar que lejos tampoco.
Escogí del bacalao las piezas más delgadas, dejando que el resto reposara dentro del agua. Comer despacio y masticando lentamente, venciendo la ansiedad que el hambre provoca siempre. Olvidar a base de recuerdos, a ser posible agradables. No siempre era posible. Algo dentro parecía preferir regocijarse con las imágenes de las víctimas. Los otros. El enemigo. Quizás tenía razón aquella mujer.
Aquello crecía dentro, como un tumor, pero era también un buen recurso contra el miedo, o la soledad, o el hambre. El cuervo aterrizó sobre una de las lajas que rodeaban el refugio, con su semblante serio. Nació una sonrisa poco a poco. Es difícil distinguir a un cuervo de otro, pero aquella manera de mirar, descarada y atenta a cualquier acontecimiento, era muy del "Sabio".
También resultaba familiar el tono profundamente azulado de las plumas del pecho. Esperó en vano algún regalo y se marchó al poco sin despedirse. No eran tiempos de abundancia. Consumidas las partes del bacalao más comestibles, tomé el cuenco y volví al riachuelo para renovar el agua. Con suerte estaría en su punto adecuado para la cena. Por el camino unas pequeñas sombras revelaron una agradable presencia. Resultaba sorprendente no haber reparado antes en aquellos frutos negros y sabrosos que regalaban las zarzamoras.


Una vez retirada el agua del recipiente, llenaron el espacio que el bacalao dejaba libre hasta que el riacho se hizo de nuevo presente. Con el agua renovada y las moras bien lavadas se hizo mucho más llevadero el camino de vuelta. De vez en cuando el aire traía rumores lejanos, imposibles de identificar. Las primeras gotas levantaban un olor a ozono a punto de llegar a casa.
El sabor delicioso y líquido de los oscuros frutos consumió los minutos mientras el sol coronaba los cielos y la lluvia arreciaba sin llegar a producir daños. El aire estaba en calma y en la atmósfera se propagaba la sensación de una paz añorada, pero víctima ya del pasado reciente. La lluvia había detenido su tierno murmullo cuando la luz exterior inundó el austero hogar y algún rayo de sol alegró el paso lento de los minutos.
Un reguerillo de agua penetraba en el habitáculo oscureciendo la arcilla hasta formar un pequeño charco allí donde los pies reposaban.
En el exterior corría un viento leve que levantaba escalofríos en la piel mientras reparaba el pequeño agujero que había invitado a entrar a la lluvia. Reinaba un silencio contagioso y pacífico, sólo interrumpido por el gripo estridente de algún mirlo lejano. Un par de aguiluchos trazaban círculos en lo alto contra el fondo gris y discontinuo de las nubes. Por entre los montes, al fondo del horizonte, una nueva masa de nubes anunciaba su pronta presencia.
De nuevo a cubierto decidí emplear el tiempo en el cuidado del arma y la revisión de la munición. Pasaron las horas envueltas en una cierta somnolencia hasta que una cena temprana a base de bacalao húmedo y las moras que quedaban dio paso a la noche. Cubierto por el impermeable para evitar la humedad reinante, me entregué a un sueño frágil y huidizo.
Apenas la claridad comenzaba a asomar cuando el tarugo de madera cayó de su alojamiento mientras la cuerda producía un leve siseo contra las piedras y la arcilla de la pared. Llegaron voces claras y rotundas mientras me precipitaba al exterior con el arma en la mano y el impermeable bien amarrado alrededor del cuerpo sacudido por la sorpresa y el frío.
Tomé la dirección contraria al sendero y agazapado tras las altas rocas me detuve a escuchar. Los ecos de las voces se confirmaron una vez más al otro lado señalando claramente la dirección de la huida. Una vez en el rio ascendí por la otra vertiente aprovechando la masa boscosa hasta situarme en una cota lo suficientemente alta como para observar lo que ocurría al otro lado.
Las voces habían cesado. Lo probable era que la sorpresa hubiera ocupado toda la atención de los recién llegados. Una cierta claridad se adivinaba entre las nubes del fondo cuando sus primeros movimientos se hicieron visibles. Dos hombres rodeaban el refugio con los fusiles apuntados hacia adelante y mucha cautela en el andar, inclinando la cabeza hacia el suelo para buscar algún rastro. Portaban uniformes regulares y botas recién enceradas.
Su conversación se había reducido a la nada. Apareció otro hombre, con la pistola apuntando al cielo, al lado de la cabeza, y tras él un cuarto individuo sin uniformar. Se detuvieron a hablar los dos últimos, sin que el ruido de la conversación llegara a hacerse audible. Observé el equipo de los cuatro cuidadosamente.
Los militares portaban una pequeña mochila que no podía contener más que lo estrictamente necesario para la supervivencia, pero la del civil era algo más voluminosa.


Pasaron los minutos mientras los de abajo seguían observando el terreno siguiendo el mismo itinerario y los de arriba buscaban en el horizonte algo que llamara su atención sin buscar protección alguna. Pasados unos instantes, uno de los de abajo miró hacia atrás y el de la pistola extendió el brazo señalando un punto que venía a coincidir con el inicio de la ascensión que me había llevado al lugar que ahora ocupaba.
Una arista pizarrosa que sobresalía de la pared se convirtió en mi nuevo e improvisado escondite. Me recorrió una sensación de alivio cuando decidieron ascender en lugar de inspeccionar los alrededores del riachuelo.
Al otro lado, el tipo de la pistola rebuscaba en la mochila del que iba sin uniformar. Saltaron las alarmas ante la posibilidad de que tuvieran medios para comunicarse, pero todo lo que salió de allí fue un mapa. La lógica indicaba que de poderse comunicar ya lo habrían hecho. Decidí tomar la iniciativa. La pendiente facilitó el descenso y al cabo de media hora desemboqué en el camino que conducía a la Cuevona, sin dejar de preguntarme como podían haber dado con la entrada. El jeep que les había transportado apareció un poco más abajo, medio oculto entre la abundante vegetación.
Había un par de prendas militares y una pequeña carterilla de cuero negro de mala calidad. En el interior un grupo de cuartillas cortadas por la mitad con nombres y apellidos frecuentes en la zona. Anta, Delgado, Corcoba. Carmen Corcoba Sánchez. La tía Carmen. Al otro lado del papel, siguiendo la línea horizontal una "i" mayúscula cuyo significado no estaba claro. Recorrí las hojas sembradas de nombres y apellidos sin ordenar. En el fondo del montón había algunas escritas con una caligrafía más cuidada y ordenadas por apellidos. Enseguida lo vi. Luis Vieitez Delgado.
Nadie había llamado Luis a mi padre jamás. Todo el mundo lo conocía por Sito, y Sito era en realidad lo que había tras aquellas tres escuetas palabras. Siguiendo la hoja hacia la derecha, una indicación más clara. Trasladado. El corazón se encogió violentamente dentro del pecho. Como el maestro. El papel vino a descansar en un bolsillo interior de la camisa mientras los demás volvían dentro de la cartera.
A punto de cerrarla, otro nombre familiar, esta vez no entre los de la relación, sino al lado de uno de los cuños que daban carácter oficial al documento. Germán Sánchez Moreno. Volvieron a la memoria las bromas que la madre de Germán solía utilizar para asociar su apellido con la tez oscura que le había dado la naturaleza. Al lado del nombre, después de la coma, otra palabra nada inofensiva. Supervisor.
La ira continuaba creciendo en el interior mientras seguía el camino hasta llegar a una abrupta revuelta tras la cual el camino quedaba tapiado por dos altas paredes durante un corto trecho. En la escasa cuneta llena de escombros y vegetación descansaba una gran laja de pizarra, de aspecto robusto.
Apoyada sobre los restos de un viejo tronco que hubo de ser arrastrado con cierto esfuerzo desde el bosque cercano, componía la plataforma de despegue que necesitaba. Ahora todo consistía en esperar mientras las letras formaban nombres familiares en la mente, en letras gruesas y negras, como en las esquelas.
Los cuervos viajaban por el aire en grupos de dos o tres individuos, dejándose caer desde los árboles para ocupar alguna rama al otro lado del camino. De cuando en cuando caía una ligera llovizna que levantaba un tenue olor a menta y después el sol descubría de nuevo el camino hasta el suelo mineral. Un dolor puntiagudo comenzaba a instalarse entre las sienes cuando el motor se anunció a lo lejos.


Las ruedas levantaban el polvo en aquellos tramos en los que el ramaje protegía a la tierra de la caricia del agua que caía intermitentemente de los cielos. El conductor ajustó el rumbo a la derecha para sortear la violenta curva con solvencia y entonces la rueda se encontró con la improvisada plataforma de pizarra que elevó el jeep por los aires hasta que se empotró con un ruido brutal en la pared de enfrente y quedó tendido sobre uno de sus laterales.
Afinaba la puntería con los dientes apretados contra una de las siluetas que comenzaban a asomar bajo las chapas retorcidas cuando desde una brecha abierta en el depósito comenzó a manar abundante la gasolina. El segundo disparo elevó una columna de fuego y calor insoportable hacia el cielo.
Las llamas hacían presa de algunos de los pinos vecinos cuando me puse de nuevo en movimiento desandando el camino que acababa de recorrer. El sol lucía absurdamente entre una lluvia fina que la piel agradecía como una caricia.
Localizar el maltrecho vehículo arrebatado a los asaltantes de la Cuevona tomó más tiempo del previsto. A lo lejos, a través de la masa boscosa se levantaba delatora la enorme columna de humo negro. Todo aconsejaba tomar la dirección contraria por más que las incógnitas se multiplicaban con el paso de los segundos. No había más alternativa que poner tierra de por medio y sin más demoras.
Las curvas del camino se convertían una y otra vez en posibles trampas tras las cuales otras curvas tomaban el relevo convirtiendo la marcha en una tortura difícil de soportar. A la izquierda de la ruta se dibujó repentinamente el contorno de una carretera peligrosamente próxima sin que entre ambas se interpusiera más que una línea de vegetación escasa y de poca altura y al fondo un río con muy poco caudal que no recordaba haber visto en ningún momento.


A lo lejos, como brotada de la nada, una columna de camiones con el familiar todo pardo que facilita el camuflaje entre los montes. Detuve el jeep en medio del camino obligándolo a serpentear de un lado a otro al clavar los frenos sobre la superficie arcillosa y húmeda. La inmovilidad era la única estrategia sensata.
La serpiente parduzca se movía siguiendo el curso del valle con un eco que el aire traía con claridad. De frente, el camino, con el bosque a la derecha y el río al otro lado, y corriendo sinuosa junto al río, la carretera por la que habría de aparecer la columna. No podía tardar más de unos diez o quince minutos. El terreno resultaba completamente desconocido, pero la carretera temía que venir de algún núcleo importante. Súbitamente la columna de camiones desapareció tras un accidente del terreno. La trasera del jeep bailó sobre la pista mojada acusando la violencia del acelerón.
Una alta chimenea se recortó de pronto contra el fondo oscuro de las nubes. A una marcha prudente las ruedas avanzaron unos cientos de metros hasta que a la derecha se abrió un estrecho acceso escarbado toscamente en la masa del bosque. La montaña de escombros resultaba algo escasa para ocultar el vehículo, pero quizás tampoco fuera fácil descubrirlo desde el otro lado.
Entre los árboles se distinguía con claridad la silueta familiar de la chimenea metálica.
Enseguida se hicieron presentes algunos ruidos que delataban cierta actividad en las proximidades. Al otro lado del río, el eco de la columna se adivinaba cada vez más próximo. Me aposté a unos metros del vehículo entre unas matas de espliego que crecían sobre los escombros, observando de vez en cuando lo que pasaba en torno a la fábrica. La columna se aproximaba rápidamente.


Volvía a caer una agüilla pertinaz cuando la primera unidad del convoy pasó enfrente y el conductor dejó vagar la vista al otro lado. El gesto no denotaba alarma de ninguna clase, y lo cierto es que la chimenea debía ser atractiva para la vista.
Su extraña silueta sufrió el examen de todos cuantos habitaban las cabinas de cada uno de los camiones del convoy, sin que en sus rostros se dejara notar alguna señal de alarma. Sujetas a la parte de atrás de las últimas unidades viajaban cuatro piezas de artillería que obligaron a recordar la piel blanca de Lola, su boca de fruta... su ausencia ya definitiva.
Pasó la última de las unidades dejando un rumor mecánico en el aire cambiante de la tarde. A punto de reanudar la marcha apareció en medio del acceso un tipo de mediana edad con las manos en los bolsillos, un bigote pobladísimo, boina calada y la cadena dorada de un reloj colgando sobre el chaleco. No articuló palabra.
Un segundo antes de que me incorporase dio media vuelta y desapareció como un fantasma. De nuevo se hizo evidente lo importante que era poner tierra de por medio, y la mejor solución era ponerse en marcha.
Un color más oscuro se adueñaba de las nubes a medida que la tarde avanzaba y una clara sensación de urgencia se instalaba en algún rincón. Lo lógico era que hubiera controles en las carreteras, lo cual aconsejaba no acercarse a las vías principales, pero por otro lado, permanecer a bordo del jeep era más irresponsable a cada minuto que pasaba.
Como surgido de la niebla de un sueño nació en el fondo del valle el silbido familiar de un tren. Las ruedas resbalaron suavemente sobre el barrillo acumulado en el camino al accionar el freno. Era una posibilidad. Algo más que la nada.


Unos kilómetros más abajo, interné el coche por una estrecha senda que murió a unos cientos de metros junto a un casetucho destartalado y abandonado en un pasado ya lejano, en el que no había signos de actividad reciente. Volvía a caer una llovizna suave que despertaba los sentidos aportando una cierta calma a la atmósfera llena de incertidumbres. Se hicieron necesarios algunos cálculos.
La vía del tren podría distar no más de tres o cuatro kilómetros y quedaban apenas un par de horas de luz. La primera se iría en la aproximación al fondo del valle. Allí habría que esperar la llegada de la noche.
Abandoné el jeep tras una elevación del terreno, fuera de la carretera. La marcha hubo de iniciarse sin la protección de la proximidad de los árboles, hasta que al cabo de un cierto trecho los chopos y algunos grupos de robles y alcornoques sirvieron de sobria compañía. Brotó un rumor al fondo del camino obligando a trazar una corta carrera e internarse entre la vegetación.
Pasó un camión con la lona echada para proteger a los ocupantes. Debía haber seguido la misma ruta. Tras un par de kilómetros de caminata, las siluetas de sus ocupantes se dibujaron en la oscuridad creciente, a ambos lados del camino. Los miles de obstáculos que pueda haber en un lugar desconocido se enzarzaban en los pies mientras monte a través buscaba un sendero que me alejara de aquella patrulla. Apenas quedaba luz cuando un senderillo dibujó su imagen blanquecina por entre los altos chopos.
La luna insistía en agazaparse tras las nubes bajas con más frecuencia de la que hubiera deseado y la vegetación cubría el sendero una y otra vez, ocultando su rastro pálido.


Muy poco a poco comenzaron a nacer luces domésticas más abajo, en el valle. Fijé sus referencias cuidadosamente ante la imposibilidad de saber exactamente en qué punto había quedado el control.
Las cosas importantes suelen exigir paciencia y mucha calma. Me repetí la misma letanía una y otra vez mientras los pies buscaban el rastro cada vez más difuso del sendero. A veces con curiosas variaciones de tipo casi matemático. Si un camino toma un par de horas, también puede hacerse en cinco o seis. O siete. La oscuridad era en aquel momento el único refugio. Tras unos minutos más de camino y después de ascender lentamente una pequeña loma, un grupo de luces más importante se hizo presente en el horizonte.
Casi podía distinguirse la silueta alargada de las lámparas que en las estaciones suelen acompañar al rótulo que identifica la localidad a los ojos del viajero que termina su viaje. La esperanza se hizo más fuerte a pesar de la llovizna que empezaba a tomar la forma de lluvia pura y dura.
Me eché por encima el impermeable sin vestir las mangas para evitar una transpiración excesiva y acomodé el paso a un ritmo aún más lento para evitar el chapoteo en los inevitables charcos. El aguacero llegó a su fin justo cuando el sendero desembocaba en otro más ancho pero mucho menos visible.
Algunos árboles se elevaban a la izquierda impidiendo ver las luces del valle que me había fijado como referencia. La luna se abrió hueco en el cielo colmado de nubes bajas y reflejó tenue pero inconfundiblemente las dos líneas aparentemente interminables de la vía férrea. Un camino difícil de seguir pero imposible de perder. Pasó más de una hora hasta que las luces familiares de la estación se hicieron próximas entre la tiniebla nocturna.
La distancia hacía imposible distinguir la hora que marcaban las manecillas del reloj sobre el fondo redondo y amarillento. El andén consistía apenas en una superficie mínimamente elevada sobre las vías y un par de bancos de madera cuya apariencia era imposible apreciar.
Ni un alma en todo el espacio circundante. A la derecha de la vía principal había otra secundaria ocupada por un par de vagones. Con el oído atento me acerqué a los dos examinando el interior dando la espalda a las luces para que los ojos pudieran acostumbrarse a la oscuridad.
Ascendí al vagón por el lado contrario al andén y me acomodé en la única esquina que ofrecía una cierta protección, con el impermeable por encima y los brazos cruzados sobre el pecho para combatir el frío. Casi en un sueño recordé a aquel viajante que solía bromear con Herminio a causa de los fallos continuos de su coche. Le molestaba terriblemente tener que coger el tren tan temprano y me pregunté qué hora sería exactamente "tan temprano".
Después pensé que sin saber el dónde, poca importancia tiene saber el cuándo. Entonces se tornó necesario saber cuál era el nombre de aquel lugar. Por entre las rendijas de las tablas de madera apareció el rótulo encajado entre las dos bombillas proyectadas en el aire por dos barras metálicas protegidas por un capuchón. Requejo.
Aquello estaba en el camino a Valdeorras, la tierra de Marta, la que había sido madre de mi madre. El tren tendría que pasar bien entrada la madrugada y el riesgo consistía en quedarse dormido, pero el frío parecía prestarse a colaborar.
La oscuridad era total cuando el chirrido del convoy se anunció desde la lejanía. Apenas un par de farolillos ante el cilindro colosal de la máquina y el penacho impetuoso de vapor inundando el aire por la chimenea.


En cuanto se detuvo observé al otro lado por debajo de los vagones. Dos pares de botas altas y el pantalón de tonos azules del jefe de estación. Del tren descendió el vestido amplio de tonos claros de una dama y un segundo después se oyó el tono destemplado del silbato que autorizaba la partida. Y nada que se interpusiera en mi camino.
Agazapado tras el contorno del vagón que me había dado su fría hospitalidad, esperé que iniciara la marcha mientras me enfundaba en impermeable ajustando firmemente los botones en los ojales y la capucha en torno a la cabeza. Iba a hacer mucho frio. Lo demás fue una corta carrera hasta los asideros y un salto para colocar firmemente los pies en lo más alto para impedir que desde al otro lado pudieran verse.
El convoy fue tomando velocidad hasta dejar atrás las luces amarillentas. Cuando la oscuridad se hizo completa los pies se acomodaron en el peldaño inferior permitiendo una postura algo menos forzada y el viento comenzó a azotar la superficie del impermeable por la espalda.
El primer túnel fue una desagradable sorpresa. El frio martirizaba las piernas y las manos, aferradas con desesperación al metal indiferente de los asideros. Sólo las curvas que el tren tomaba del lado derecho permitían un pequeño descanso en la presión que se necesitaba para permanecer a lomos de la bestia de hierro. Detrás del primer túnel vino otro y otro y otro más, hasta que el entumecimiento comenzó a generalizarse por todo el cuerpo.
Sólo la tregua concedida por la lluvia contribuía a aliviar la tortura. La posibilidad de intentar abrir la puerta e introducirse en el vagón era más una tentación que una verdadera posibilidad. Una revelación acudió en un instante al cerebro martirizado por la fatiga física y anímica. En el andén de Ponferrada mi cuerpo casi petrificado quedaría al descubierto.


Y entrar en el tren era un suicidio. El convoy iniciaba una leve ascensión que ralentizaba levemente la marcha. En cuanto tomó una curva a derechas empujé el cuerpo hacia el extremo del peldaño buscando con la mano izquierda un asidero en la parte trasera del vagón. El perfil de madera alivió el frio aterrador de los dedos mientras con el pie seguía el perfil metálico de la plataforma.
Poco a poco el cuerpo fue situándose sobre los enormes bulones que protegen el contacto de los vagones en su parte posterior. La superficie redondeada impedía una comodidad razonable, pero el verse libre del azote del viento hacía nacer rápidamente una sensación de calor vivificante. Al cado de unos minutos el perfil del otro lado ofreció la base adecuada para una estancia mucho más confortable y abrigada del viento cortante de los laterales. La esperanza renacía con fuerza.
Las lucecitas que nacían abandonadas a lo lejos comenzaron pronto a anunciar la proximidad de la ciudad. Pasaron cada vez más próximas, hasta que la velocidad del tren fue menguando más y más. Intenté entrar en calor para el salto, frotando las manos una contra y otra y flexionando las piernas repetidamente hasta que nació una mínima sensación de fatiga.
La total oscuridad comenzó a aconsejar prudencia en razón de los riesgos que implicaba una mala caída que se hacía más que probable saltando desde semejante posición. Busqué el asidero de madera y seguí con el pie el perfil metálico de la plataforma hasta situarme sobre los peldaños de la puerta contraria al andén. Tras el cristal, la espalda robusta y arropada de un viajero que se disponía a abandonar el tren.
En la vía adyacente apareció poco a poco el contorno difuso de un tren de mercancías. A unos cincuenta metros abandoné el convoy iniciando una rápida pero torpe carrera para neutralizar la inercia y ocultarme tras los vagones de mercancías.


Al resguardo de las enormes ruedas metálicas inspeccioné el espacio por debajo de las plataformas. Había gente acá y allá en el andén. Zapatos brillantes y algunas botas también. La prudencia aconsejó ascender a uno de los vagones por si el examen se extendía al resto de las vías. El tren iniciaba de nuevo la marcha mientras los soldados miraban a uno y otro lado sin extremar el celo.
Finalmente se cobijaron tras los cristales de la cantina, iluminada por una luz escasa y cenicienta, aplicando una cerilla al cigarrillo que acababan de depositar en los labios.
Los alrededores de la estación estaban tristemente desiertos. Una agüilla continua y pertinaz descendía de las nubes instaladas sobre los montes mojando apenas el pavimento de las aceras iluminadas por farolas frías e impersonales.
Permanecían cerradas y oscuras las ventanas de las casitas bajas de los alrededores, mientras en los bloques de edificios se iluminaban los pisos de los más madrugadores. Por las estrechas callejas próximas al mercado llegaban los ecos lejanos de las cajas de madera que se arrastraban pesadamente hacia el interior con ayuda de garfios de hierro provistos de un grueso mango de madera.
Dando un rodeo enfilé una de las calles que subían hasta el centro evitando en lo posible cruzarme con nadie. De la garganta subía un resquemor ácido que resultaba a la vez familiar y molesto. Se abrió una puerta al otro lado de la acera y una mujer echó a caminar por la acera con la espalda encogida y la cabeza protegida por gorrito de punto. Una leve claridad acertaba apenas a adivinarse cuando comencé a ascender la cuesta de la calle que me llevaría a mi antiguo y relativamente confortable escondrijo.
Nada parecía haber cambiado allí.


Las escasas luces de la calle seguían alumbrando cansinamente los rincones de siempre y los gatos se paseaban perezosamente, arrimados a las paredes encaladas. Ningún signo de vida en la casa de Damián y tampoco en el sendero que descendía hasta el escondite. El sol anunciaba su vuelta a la vida mientras deambulaba por los alrededores de mi modesto hogar revisando el primario sistema defensivo.
La cuerdecilla había sido claramente desplazada del lugar en el que debía reposar. Puerta y ventanas permanecían cerradas sin mostrar ningún signo que indicara que alguien hubiera accedido al interior. Jamás había entrado Damián en la casa desde que me había autorizado a servirme de ella y de hecho llamaba a la puerta antes de entrar. Agotado por el cansancio y el frío permanecí encogido junto a la pared hasta que la luz del día adquirió cierta firmeza.
La llave estaba disimulada en el hueco de costumbre del que hubo que retirar algunas hojas y polvo acumulado. No había forma humana de comprobar si alguien me esperaba dentro, así que, con absoluto estoicismo hundí la llave en la cerradura y entré cerrando de nuevo la puerta.
Cuando los ojos se acostumbraron a la oscuridad brotó de la tiniebla el amoroso contorno del catre, las sillas solitarias alrededor de la mesa y los pocos cachivaches que componían el modesto capital que me hacía la vida más agradable. En una esquina destacaba la blancura de las sábanas, dispuestas sobre una rudimentaria estructura de madera que evitaba que el polvo se acumulara sobre las pocas ropas de que disponía.
Una cierta sensación de hogar recuperado conseguía afianzarse sobre el frío interior que había dejado la pérdida de Lola. Apartado el catre, comprobé el estado del dinero disimulado en un pequeño hueco practicado entre las piedras de la pared.


La humedad despedía un olor familiar que se adhería al papel y a las piezas de algodón que lo rodeaban. Dentro del cajón de la mesa algunos restos de comida que despedía un olor dulzón muy desagradable. Las frías sábanas de la cama estaban a punto de recibir el cuerpo martirizado cuando ante la puerta un trozo de papel blanco reclamó toda la atención aclarando al mismo tiempo cuál era la razón de que el sistema de alarma hubiera saltado.
Letras menudas y bien trazadas mostrando un mensaje lacónico y probablemente poco útil. "Pásate mañana por el bar después de las 10 de la noche." Dado el tiempo que podía haber pasado desde que se había dejado allí la misiva, poco podía hacerse. Dos finos hilillos de luz penetraban por los resquicios de las contraventanas cuando las sábanas húmedas recibieron con cierta pena un cuerpo dolorido y casi extenuado.





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