sábado, 31 de julio de 2010

Cap. XXVII


Y
a entrada la tarde, volvía la consciencia a pasitos cortos y los ojos iban registrando con cierta alegría los detalles insignificantes de las maderas del techo. Entre las sábanas vivía un calorcillo vivificador que siempre se recordaba. Uno de los pocos signos de normalidad que las circunstancias permitían sólo de cuando en cuando. Por los caminos interiores del cuerpo, garganta abajo, nacía una sensación como de quemadura, una irritación cuyo origen delataba algún líquido que insistía en deslizarse por la nariz. No se puede viajar impunemente en un tren, a la intemperie.
Una corriente líquida se manifestó en la nariz en cuanto me incorporé. El sol parecía haber caldeado el austero espacio, pero la tarde caía ya y el frío nocturno era algo seguro. Había algunas cosas que no se podían demorar. Los restos de comida propagaban por el aire un olor desagradable y el cuerpo necesitaba de algunos cuidados que correspondían principalmente a la alimentación.
Asearse mínimamente ayudaría también a despertar por fin de un sueño reparador. Abierta una de las contraventanas, la luz inundó discretamente la estancia. Alguna columnita de humo en el aire era el único signo de vida en el exterior.
Los cuervos hicieron acto de presencia en cuanto los restos de comida fueron depositados lejos de la casa, a una cierta distancia del rio. Aquel murmullo del agua se antojaba a veces necesario para conseguir una cierta paz interior. El entorno no mostraba ningún cambio a primera vista.
Recorrí lentamente las márgenes del rio acompañado de la musiquilla natural de la corriente mientras la luz se escondía cada vez más tras los montes. Antes de volver corté algunas ramas verdes de matorral que servirían para adecentar el piso de la casa. La siguiente tarea consistió en fijar un orden de prioridades en las tareas pendientes.

Razonablemente aseado y con ropa limpia salí a la calle observando al pasar la casa de Damián sin signos aparentes de vida. Elegí una tienda que no había visitado nunca para proveerme de algunos alimentos indispensables, en una cantidad discreta para evitar la curiosidad del tendero, un tipo de pocas palabras, de hombros hundidos y ojeras hundidas.
Ya estaba con otras tareas cuando me dio las vueltas y las buenas tardes. La llovizna del día anterior había dado paso a un cielo apenas manchado por algunas nubes blancas y altas que, con algo de suerte, evitarían que la temperatura bajara demasiado por la noche. Había poca gente en la calle y los pocos bares por los que pasé permanecían casi desiertos.
Los carteles de contenido propagandístico aparecían aquí y allá, ocupando los muros y las paredes que delimitaban las fincas abandonadas o los terrenos de labor. Un grupo de uniformados dio la vuelta a una esquina a lo lejos obligándome a tomar otra ruta. Apoyé un instante el paquete de alimentos en una ventana baja, me limpié los mocos que pugnaban por salir de su encierro y seguí camino.
El vecino malquerido de Damián había sacado la silla fuera de casa y disfrutaba de la soledad exterior con el cuello de la chaqueta subido y el bastón golpeando a intervalos regulares el suelo, como siguiendo el ritmo de algo. Canturreaba alguna cancioncilla cuando pasé a su lado sin prestarle atención. Puede parecer imposible, pero en ciertas circunstancias las miradas de la gente llegan a notarse como se nota el viento o la caricia de la lluvia.
Esta mirada tenía poco de caricia y me hizo pensar que la supuesta seguridad de mi refugio estaba lejos de ser definitiva. Se perdió el eco de la cancioncilla al llegar a lo alto de la cuesta.

Necesitaba noticias de aquel Damián pero la presencia del viejo más abajo aconsejaba prudencia. Ladraba algún perro a lo lejos cuando llegué a la casa.
Lo bendecí por haber acumulado aquella leña seca. Unas simples tablillas debajo de un par de troncos abiertos y el fuego reinaba fácilmente convirtiendo la estancia en un lugar más apto para la vida. Después de hincarle el diente a una jugosa manzana dispuse algunos simples planes y esperé la llegada de la oscuridad. Un picor en la garganta anunció el esperado avance del resfriado.
Eché mano de un viejo chaleco para combatir el frio exterior, y con el cuello de la chaqueta levantado me dirigí directamente a la casa de Damián. Empujé discretamente la puerta y esta opuso una resistencia mínima. La escasísima luz no permitía un examen mínimamente útil. Busqué por la cocina hasta encontrar el mechero de yesca sobre el tirador de la chimenea y alimentando la exigua brasita soplando de cuando en vez inspeccioné el comedor y las habitaciones.
Nada más empujar la puerta del dormitorio se hizo presente un olor dulzón muy familiar. Sobre la mesita de noche reposaba un plato con una manzana completamente podrida. La cama estaba desecha y el cuchillo que habría servido para pelar la fruta descansaba indiferente a todo en el suelo, junto a la pared.
Empujé la puerta del mínimo espacio que utilizaba para el aseo. Cuando soplé sobre le mecha, el espejo devolvió la imagen fantasmagórica del rostro y el rastro escarlata de cuatro letras dibujadas toscamente sobre el cristal. Rojo.
La imagen reflejada por el cristal parecía mostrar mejor que nada la realidad que se imponía cada día. Un rostro magro, avejentado, la tiniebla acentuada por la débil iluminación y el futuro en letras rojas. Por las paredes, diseminados aquí y allá más rastros de sangre ya reseca.

Lo mejor era escabullirse después de recuperar cualquier cosa que resultara útil. Me sorprendió descubrir dentro de un armario la ropa femenina y algunos pares de zapatos de charol en el fondo. Recordé vagamente algunos comentarios más bien sarcásticos que había hecho sobre la que había sido su mujer y a los que apenas había prestado atención. Después me pregunté qué razón lo habría impulsado a conservar aquellas ropas y concluí que las razones no siempre obedecen a leyes lógicas o racionales.
La búsqueda resultó inútil. El hombre no parecía haber dispuesto de nada que no fuera lo imprescindible para la vida. El frío se hacía más intenso cuando eché la cabeza para comprobar que en el exterior todo continuaba tranquilo. Algo ardía ya garganta abajo sumándose a la sensación de ligero mareo que suele acompañar a los males del frío.
De vuelta a mi refugio, el calorcillo de la cocina aportó un cierto alivio a las perspectivas del nuevo y sórdido hallazgo. Una cena breve y austera dio paso a un periodo de reflexión al lado de la chapa caliente y a la caricia húmeda pero reconfortante de la humilde cama.
La mañana nació con una niebla espesa instalada a cierta altura, fría y húmeda. La picazón de la garganta empezaba a ceder y sólo una leve tos testimoniaba los efectos de la fría incursión en el tren salvador. Parecía recomendable no darse muchos paseos ante el viejo de la cuesta, y la solución era obvia. La puerta de la bodega ofreció una cierta resistencia.
Localicé la entrada al pasadizo y uno vez levantada la gruesa trampilla cerré de nuevo la puerta de entrada. La débil luz de la mecha iluminó los pasos en el claustrofóbico espacio hasta llegar al espeso matorral que disimulaba la entrada. La niebla parecía más inclinada a descender sobre el mundo que a ceder paso a los rayos del sol.

Desembarqué discretamente por las calles estrechas. Era hora de moverse. Alguna gente caminaba urgente por las aceras, siempre aisladamente, como si la compañía fuera algo prohibido. Localizar el bar tomó su trabajo y la caminata no tuvo más recompensa que la visión del abandono más absoluto. Hojas muertas, papeles de periódico y desperdicios de todo tipo se acumulaban en el lugar. La falta de información comenzaba a hacerse insoportable y todo alrededor empezaba a dibujar un panorama particularmente negro.
Caminando por las calles intentando aparentar una normalidad acaso difícil de entender ya, se entró la mañana. Pasó un elegante coche negro, abrillantado y dentro de el cuatro tipos con cara de pocos amigos y el gesto concentrado. Me extrañó no ver apenas los uniformes y correajes que hacía poco tiempo eran tan frecuentes en las calles.
Como si de una respuesta se tratara llegó un eco de lo alto de las montañas y tras el primero un rosario de estallidos que recordaron inmediatamente la voz de Lola. Son cañones, había dicho. Como estos. La gente que transitaba por la calle apuró el paso después de mirar hacia lo alto. Alguien tenía que saber algo.
La humedad que rodeaba todavía un pasquín colocado sobre la cristalera de un local con apariencia de abandono llamó entonces mi atención por la abundancia de letras que contenía. No era información lo que aquello contenía sino más bien un alud de advertencias contra todo aquel que osara prestar la más mínima colaboración a los "enemigos de la patria". Todo lo que parecían necesitar ya era sacar a quienes se ocultaban de sus cubiles.
La violenta claridad de la niebla que por fin ascendía puso un claro contrapunto a la oscuridad que nacía y se extendía por los caminos del cuerpo, dentro quizás del alma.

El olor a garbanzos o verduras que se extendía por las calles indicaba la proximidad de la hora de la comida. Un rumor de voces salió a la calle desde un local que no recordaba. Aparcó un pequeño camión en la acera y dos hombres de edades diferentes se apearon con gesto de cansancio y traspasaron la puerta abierta completamente. Decidí seguirles. Gente con gorras y boinas se alineaban sobre bancos corridos apoyándose en las mesas en silencio.
Sólo un par de individuos bien vestidos charlaban en la barra mientras daban cuenta de dos vasos de vino e introducían de cuando en cuando un pimiento verde entre las fauces. Salió una mujer de una puerta al fondo del local, con un mandil de flores oscuras sobre un fondo azul.
- Tenéis callos y arroz, muchachos, vosotros diréis.
Había dos grupos de tres personas en una de las mesas y otras dos aisladas en la de enfrente. Seguía entrando gente. La concurrencia elegía entre los dos platos y la mujer se iba a la cocina sin más. Súbitamente noté presión en el hombro y enseguida se me vino un tipo corpulento encima, reclamando sitio sobre el banco y sin prestar la más mínima atención a mi reacción.
Controlé un primer impulso y cedí el sitio haciendo de paso hueco a otro que lo acompañaba. Volvió la mujer de la cocina con tres platos de callos y preguntó con la mirada. Elegí arroz. Se sirvieron los platos y algunas jarras de vino aterrizaron en la mesa sin que nadie las pidiera. Luego vinieron los vasos, gruesos y gastados. Entró un par de hombres por la puerta y uno de ellos habló con tono autoritario.
- Ponnos una mesa.
La mujer hizo un gesto de fastidio mientras el tipo paseaba una mirada displicente por entre los asistentes.

Disimulé como pude la sorpresa de ver al antiguo jefe de Lola a su lado, con gesto serio y bien vestido. La mujer trasladó una mesa redonda hasta la entrada con ayuda de uno de los clientes del local y la arrimó a la pared para evitar obstaculizar la entrada. No recordaba el nombre de aquel tipo y dudaba si me podría reconocer. Una sensación de relativo alivio me recorrió cuando ocupó la silla que quedaba de espaldas.
El tono altisonante de su conversación contrastaba llamativamente con lo contenido de las voces del resto del comedor. Los de la barra terminaron sus vinos, pagaron y marcharon sin contestar al agradecimiento de la camarera.
Entre el arroz blanco había algún trozo de calamar más bien duro y un huevo cocido. En conjunto no resultaba especialmente sabroso pero ayudaba a llevar las penas. Los tipos a los que había hecho sitio hablaban de cuestiones de campo, cosechas, semillas y fechas.
El grupo de tres a mi derecha hablaba apenas y miraba de reojo a la mesa de la entrada. Presté más atención a sus cuchicheos y a la conversación de los dos de la mesa redonda, a la cual había que atender aunque fuera involuntariamente.
Entre los cuchicheos del grupo llegaba alguna palabra aislada. Carracedo. Una columna de humo. Los gestos denotaban interés y de vez en cuando escapaba una mirada a la mesa de la entrada. Sus dos ocupantes conversaban como si no pasara nada en el mundo. Cifras, fechas y algún adjetivo que denotaba educación y formación técnica.
- … evitando en lo posible los alarmismos.
El que fuera jefe de Lola hablaba poco y se rascaba frecuentemente la cabeza en un gesto quizás de inseguridad. El otro tipo miró a la camarera con un gesto autoritario hasta que la mujer acudió a la mesa apresurada.

Al poco se les acercó con un plato lleno de jamón recién cortado cuyo aroma hizo levantar la vista a todos los presentes, y dos servilletas de paño. Comprendí que era imposible recabar información fiable en una situación como aquella. Súbitamente aparcó un jeep frente a la entrada y los músculos se tensaron involuntariamente.
Entró apresuradamente un oficial que se cuadró ante la mesa redonda mientras la concurrencia observaba con atención. Observé la reacción del jefe de Lola mientras el otro tipo escuchaba las novedades y después hacía un gesto con los dedos de la mano. El oficial entró con un prisionero que llevaba la frente cubierta por una venda amarillenta y las manos a la espalda. Se levantó, examinó los papeles que el otro le mostraba y murmuró apenas.
- Trasladado.
Oficial y prisionero abandonaron el local rápidamente mientras el tipo se limpiaba la boca con la servilleta y respondía a las miradas curiosas con un gesto altivo que las devolvió a los platos. Sólo el rumor de los cubiertos sobre la loza conseguía hacerse notar al lado de su voz profunda y autoritaria. Alguna gente comenzó a abandonar el local después de pasar a pagar por la barra.
Unido al grupo que salía salí del comedor con una sensación de que el tiempo se había acabado y una necesidad urgente en el estómago, en el que la comida parecía haberse congelado. El malestar fue creciendo hasta que un vómito repentino me asaltó en un pequeño descampado entre casas ruinosas. Mientras me recuperaba observé con cuidado la puerta del local.
Eché a andar cuando sentí el rumor del jeep aproximarse desde el cruce próximo. Paró a recoger al importante y siguió camino. El jefe de Lola comenzó a caminar en mi dirección.

Desde la otra acera sentí un instante su mirada atenta y una vez se hubo alejado lo suficiente seguí sus pasos. Vestía una gabardina de aspecto pulcro y factura impecable y su caminar parecía reflejar un mundo interior estable y en paz. Dobló la esquina obligándome a acelerar el paso. Tras un recorrido relativamente corto levantó la vista hacia uno de los pisos de un edificio de construcción reciente.
La bandera bicolor flotaba en una de las ventanas más altas. Subió con seguridad los amplios escalones de la entrada y apretó un timbre. Le franqueó la entrada uno de uniforme alto y circunspecto. Frente al edificio se levantaba una capilla casi diminuta rodeada de un pequeño jardín con dos entradas.
Entré al tiempo que una mujer enlutada que llevaba de la mana a una cría rubia de pelo liso sujeto por una pequeña coleta. Ella entró en la capilla mientras mis pasos recorrían despacio el jardín exterior. Algunas nubes se deshacían en lo alto permitiendo el paso de los rayos del sol. No había en el jardín nada que llamara especialmente la atención.
Setos bajos componiendo un espacio geométrico en el interior del cual crecían flores y plantas de exuberantes hojas verdes. Interesaba más la capilla. La pared trasera describía un semicírculo imitando los ábsides de otras construcciones de carácter religioso, albergando una puerta de madera recia y oscura y un par de ventanales en un nivel más alto.
Completada la vuelta al recinto me encontré de nuevo ante la gran puerta de entrada sobre la que se había colocado un pequeño cartel con el horario de misas. El cristal que lo protegía reflejaba con todo detalle la imagen del edificio de enfrente y los embates del viento sobre la bandera.
Los pasos producían un eco inevitable en el interior de la capilla. La mujer enlutada se había arrodillado en uno de los bancos más próximos al altar.

Otra mujer, en traje de faena , limpiaba cuidadosamente las aristas y ángulos de los bancos con un paño que humedecía periódicamente en un cubo de cinz. Al otro lado del pasillo, adosada a la pared, una escalera de madera ascendía por una empinada pendiente hasta un nivel superior.
El aire del exterior no ayudó a dispersar los fantasmas que cabalgaban en algún rincón, entre los nervios y las arterias, seguramente cerca del corazón. Una extraña inquietud se hacía dueña de todo mientras caminaba por las calles sin perder de vista la entrada del diminuto templo.
Salió la mujer enlutada con la niña de la mano y al poco tiempo, mientras me aproximaba, siguió sus pasos la limpiadora. Giró enseguida a la izquierda dirigiéndose con paso seguro hacia el fondo del jardín. Me interné de nuevo en el recinto mientras con un ojo observaba como se inclinaba para vaciar el cubo por el sumidero y con el otro permanecía atento a la pequeña escalinata presidida por la rojigualda.
Una vez dentro dejé que una de los columnas ocultara mi presencia a quien pudiera entrar de nuevo.
Al cabo de unos minutos, los pasos de la mujer despertaron nuevos ecos sobre el piso encerado. Caminó de prisa hacia la sacristía, entró en uno de los recintos y salió deprisa sin los útiles de limpieza. En mitad de uno de los pasillos laterales estiró el cuerpo hasta una cierta altura en la columna y accionó un interruptor, apagando las pocas luces que alumbraban el recinto.
Desde la puerta emitió una voz que resonó extrañamente entre la imaginería, los bancos y las columnas de piedra.
- Voy a cerrar. ¿Queda alguien?
La llave basculó pesadamente dentro de la cerradura y después se hizo el silencio. El sol se colaba por los altos ventanales laterales sin conseguir aportar un gramo de calor.

No había contado con un desenlace tan rápido y sorpresivo, pero a cambio contaba con toda la libertad para examinar la actividad en el edificio de enfrente sin más riesgos que una noche sin cena y un poco de calor. La escalera de madera subía con una acusada inclinación hasta un altillo probablemente destinado a un coro que no podría ser en ningún caso numeroso.
Tres ventanas proporcionaban luz bajo un pequeño rosetón desprovisto de toda policromía. El único mobiliario consistía en una pequeña escalera de madera que sirvió perfectamente para instalar el observatorio. Del edificio de enfrente salía y entraba gente con cierta frecuencia, sin que el trajín llegara a ser continuo.
Gente uniformada o elegantemente vestida. Algún pintor también, con el mono de trabajo decorado profusamente por gotitas más o menos llamativas de muchos colores, sobre los que parecía predominar el blanco.
El frío comenzó a ganar terreno después de un cierto tiempo de observación. Nada alrededor de lo que echar mano. En la sacristía aparecieron algunas prendas cuya utilización parecía reservada a los oficiantes y un par de mantas sobre un estrecho catre que quizás utilizaran para descansar entre oficio y oficio. Parecían de buena calidad.
De vuelta al observatorio, algunas nubes comenzaron a interponerse ante los rayos del sol. La temperatura era realmente fresca, pero tampoco era probable que descendiera demasiado. La puerta del edificio se abrió de nuevo franqueando el paso a un oficial, alto y atlético y a un tipo que delataba cierta irregularidad en el paso por los escalones. Se pararon en medio mientras el militar extendía el dedo índice para enfatizar lo que estaba diciendo. Al principio se hizo un poco extraño reconocer a su lado las facciones familiares de Germán.

Después volvió rápidamente a la memoria aquella imagen de los montes de Sotelo y la posibilidad apuntada por el amigo de nombre desconocido de que fuera el parentesco lo que uniera a aquellos dos hombres. Ningún parentesco podía situarlos juntos en aquel escenario.
Una intensa pesadumbre se acomodó entre los ojos aconsejando cerrarlos, como si la oscuridad pudiera ser un consuelo. Volvieron recuerdos remotos de la infancia y la juventud. La existencia humilde pero digna de los primeros años de trabajo en Vega, las facciones ya borrosas de Herminio, la expresión eternamente sombría de aquel hombre que quizás aún seguía siendo mi padre.
Pero no… Nada en todo cuanto nos rodeaba permitía atisbar el más mínimo indicio de esperanza. Probablemente se cansarían de actuar de aquella manera, pero pasaría tiempo. Entretanto, todos éramos carne de cañón. Lola. Quizás ella había sido capaz de verlo todo con más clarividencia. Lola callada para siempre. Lola, llorosa, abandonada. Abandonada. No hay peor desazón que la provocada por las cosas que ya no tienen remedio.
Los dos hombres se separaron al llegar al fondo de las escaleras. Germán avanzó con su paso pesado y desigual hasta desaparecer de la vista y el otro permaneció pensativo, como si no supiera exactamente cuál era su destino. Finalmente bajó presuroso los escalones y desapareció. Llegó la noche mientras me paseaba por los pasillos del templo vacío y en penumbras, levantado del suelo un rumor de dudas y zozobras que nacían en el alma y más concretamente en el recuerdo.
El tacto de las manos blancas de Lola abandonada dejó un rastro claro sobre la piel huérfana de caricias. La sensación extraña de estar a salvo entre la imaginería de las paredes y las luces avergonzadas de los cirios terminó por crear una especia de duermevela que se parecía mucho a una borrachera.

Todo se pobló de recuerdos vagos de la juventud y otros más recientes, duros y descarnados. Gente muerta, abandonada en los caminos. Extendí las manos del verdugo, parado en medio del pasillo, examinando con asombro su sorprendente estabilidad comparada con el temblor enfermizo de los primeros días de huída. La costumbre. El hábito.
El instinto de supervivencia y la asombrosa capacidad de adaptación de todo ser humano. ¿Humano? La pregunta quedó flotando en un lugar desconocido y los pasos volvieron a su ritmo cansino entre los bancos alargados de la iglesia y la mirada muerta de las imágenes.
Un cansancio más anímico que físico invitó al cuerpo al reposo. Busqué el interruptor que accionaba el alumbrado. Estaba en una de las zonas más oscuras. Por si alguien entraba a horas excesivamente tempranas coloqué en medio del pasillo una de aquellas pesadas palmatorias, de manera que no le quedara más remedio que derribarla en medio del silencio. El estrecho catre de la sacristía dio cobijo después a un cuerpo dispuesto a abandonarse al sueño.
Reinaba la oscuridad absoluta cuando en la calle se levantó un ruido de voces. Tras los ventanales del coro un grupo de gente armada trasladaba a cinco personas con las manos atadas a la espalda y la cabeza baja. Parecía habérseles unido un grupo más nutrido de civiles que no cesaban de increpar a los prisioneros y algunos de los cuales se atrevían a zarandearlos sin contemplaciones. Puta.
El insulto llegó claro y contundente. Puta de los rojos. Las formas femeninas se revelaron apenas bajo la luz escasa de las farolas. La melena corta y las caderas redondas de una mujer con la cabeza erguida, al contrario que sus compañeros.

Uno de los uniformados se situó ante los más exaltados y al poco tiempo desembarcó de un jeep recién llegado un tipo corpulento que recordaba mucho al acompañante del jefe de Lola. Los prisioneros fueron introducidos en el edificio, la puerta se cerró tras ellos y el grupo de exaltados se fue disolviendo poco a poco. Se encendieron algunas luces de salas contiguas en el tercer piso.
Tras las cortinas, la silueta del hombretón tomó asiento en una mesa tras la que comparecieron, uno por uno, los apresados. Aparcó un camión junto a la escalinata y al cabo de un cuarto de hora los prisioneros fueron obligados a subir a la plataforma, acompañados de un par de hombres armados. El camión partió y volvió el silencio.
En el estrecho catre del cura las ideas iban y venían en una corriente casi absurda de interrogantes sin solución. No siempre sirve de algo preguntarse por las razones de lo que ya ha escapado del presente. Ciertos tonos rosáceos en lo alto anunciaban el alba mientras una rabia sorda se iba haciendo dueña del mundo. Un deseo irreprimible de compensación, de reparación del daño.
Y una sensación de hastío invencible, mucho más intensa que el deseo. Como un minúsculo roedor instalado en el interior del cuerpo, el hambre exigía tributo mientras caminaba por el pasillo lateral y retiraba la palmatoria depositándola después en su lugar.
Ascendí de nuevo al coro con la manta por los hombros y fijé la vista en el exterior. Aquella gente madrugaba. El oficial permanecía en la habitación en la que había despachado con los prisioneros, recostado sobre la silla, atendiendo a la conversación del que se paseaba por el despacho con pasos irregulares. El abuso no sabe de esperas.

Es una tentación urgente, irreprimible, que echa de la cama aún a los cojos, que se supone deben estar más cómodos reposando. Mientras contemplaba a través de las cortinas la silueta difusa de Germán, el odio se concentró ante los ojos, preñado de recuerdos y los dedos buscaron el tacto frío y reconfortante del revólver.
Brotó en el silencio el ruido sostenido de la llave en la cerradura y una línea de claridad fue abriéndose cuando se abrió por completo una de las puertas laterales. Sonaron relajados y cadenciosos los zapatos del cura sobre la madera encerada. Observé su silueta como si perteneciera a un habitante de otro mundo, un alienígena de aspecto siniestro. Dio unas vueltas en torno al altar disponiendo las cosas necesarias para el oficio y entró en la sacristía.
Entonces fui consciente de la presencia de la manta sobre los hombros. Y del hecho aún más problemático de que del lugar en que me encontraba sólo podía bajarse de una manera. Tampoco recordaba haber compuesto mínimamente las ropas del catre. Abandonada la manta en cualquier lugar descendí rápida y silenciosamente por las escaleras de madera recia y oscura. Se abrió la puerta de la sacristía antes de llegar abajo.
El cura transportaba una de aquellas llamativas prendas hasta una silla especialmente construida para arrodillarse y no parecía haberse percatado de nada. En cuanto volvió a penetrar en la sacristía escurrí el bulto sin poder evitar un pequeño chirrido de las bisagras de la puerta.
Un jeep aparcó al pie de las escalinatas cuando aún permanecía bajo las bien labradas piedras de la entrada. Bajó un uniformado con dos galones rojos y se precipitó escaleras arriba dejando el vehículo en marcha. Algunas cosas suceden porque tiene que suceder, como si estuvieran marcadas en el libro del destino desde el principio de los tiempos.

Germán cedió el paso al que subía apresurado y después enfiló su paso irregular sobre los escalones. Eché a andar de prisa con la culata de madera entre los dedos, bajo la chaqueta. No se daba mucha prisa. Pasé el lado del jeep y en cuatro zancadas silenciosas me planté a un metro de su confiada silueta.
- ¡Germán!
Volvió la cara iniciando un gesto de sorpresa que no llegó a completarse. La bala proyectó la cabeza hacia atrás con un empuje brutal que arrastró al cuerpo hasta dejarlo desmadejado sobre las frías piedras de los escalones. Saltar al coche y ponerlo en movimiento fue cuestión de un par de segundos. El tipo que me miró desde la acera con una insuperable expresión de asombro no me resultaba desconocido.
El de la otra acera se dio la vuelta sin disimulos. Miré su cara por el retrovisor pero la gorra que llevaba encasquetada me lo impidió. Por segunda vez en poco tiempo contemplé las manos aferradas al volante, extrañamente tranquilas. Aquel tumor de hielo parecía alimentarse bien a pesar del hambre. Conducir tranquilo, sin prisas, cambiando de dirección con frecuencia. Llegar. Y después ya se vería.
Nada en el aire que anunciara que algo terrible acababa de ocurrir. Terrible especialmente para el traidor. El supervisor. Germán, el canalla. Volvió a la memoria su extraña manera de bailar y la expresión de azoramiento que le asomaba al rostro ante la proximidad de un cuerpo femenino.
Ya está. La frase se abrió camino como si acabara de dar a luz a un nuevo individuo. Un tipo que sabía qué había que hacer. El coche avanzaba por un sector de la ciudad que conocía poco. Casitas bajas diseminadas irregularmente por una llanura en la que crecían matorrales bajos y algunos árboles frutales que los vecinos seguramente cuidarían. Observé el reflejo del río a lo lejos y el contorno de un secadero de tabaco.

Abandoné el jeep bajo las maderas resecas del recinto, en el que se conservaba el olor penetrante de las grandes hojas, algunos restos de las cuales permanecían aún en alguna esquina. Hacía frío de una forma rotunda.
Las calles de la ciudad vieja me recibieron con algún rayo de sol filtrado entre las masas algodonosas de la niebla mañanera. Localicé el lugar con ciertas dificultades después de cruzarme con gente que barría el polvo de las casas, caminaba encogida por las aceras o se echaba a lomos de una bicicleta con el abrigo bien ajustado y un gorro que tapara las orejas. El murmullo del río traía ecos de una paz definitivamente fracasada.
Avancé por el sendero hasta encontrar la entrada del escondite tras los matorrales y ayudado por el mechero accedí por fin a la bodega. El sol se colaba ya tímidamente por las rendijas de las contraventanas cuando el sabor del pan humedecido y la cecina terminaron con el molesto vacío en el estómago. Mientras el vino tinto circulaba despacio garganta abajo, cierta sensación de alivio vino a instalarse en el aire frío del refugio.
No había más salida que la derrota total, pero ya no sería sin lucha. No es lo mismo, me dije, masticando lentamente las duras láminas de cecina oscura y aromática. No es lo mismo. Quizás no eran tan invulnerables como pensaban y era bueno demostrárselo. Sólo había un problema. A aquella gente no iba a gustarle que actuara por mi cuenta. Recordé el corpachón de Camilo y casi adiviné una severa reprimenda.
Parecía aconsejable mantenerse oculto un tiempo, pero la falta de información era un problema que sólo podía atajarse de una manera. La silueta del viejo de la calle de arriba se destacó contra las paredes cuando un par de horas más tarde alcancé la cima de la cuesta y eché una mirada a la casa de Damián, como quien da un responso a uno que se ha ido. Aquel viejo era un problema.

Decidí solucionarlo de la forma más expeditiva. Mientras avanzaba por la calle, un eco de motores llegaba en la lejanía. Debía haberse armado una muy gorda.
El viejo seguía mirando el suelo, aprovechando la caricia del sol cuando llegué a su altura. No saludó.
- ¿Cómo le va?
- A otros les va peor.
Se me agolparon en la cabeza las imágenes de las letras abandonadas en el espejo de Damián. Quizás el tipejo había colaborado. Pero no se puede ir por la vida matando viejos.
- Por cierto que sí, pero eso puede pasarle a cualquiera.
Se le congeló la sonrisa.
- ¿Tiene usted familia?
- Tengo.
- Estaría mejor con ellos.
No contestó. La mirada se le congeló como la sonrisa y tragó saliva.
- Se hace un paquete con toda la mierda que tenga y se va con viento fresco. Ahora. No se lo repito más. Estoy esperando.
La vista le iba de las piedras del suelo a las que debía ver en mi cara. Ni se le pasó por la cabeza otra ironía. Miró al frente unos instantes y se levantó. Pasaron las horas y el sol fue encaramándose a lo más alto.
Al filo del mediodía sacó una tabla con un par de ruedas de madera sobre la que había acomodado de forma precaria lo que había decidido llevarse. Ayudado por un bastón emprendió camino sin mirar atrás. Los utensilios cacharreaban cuando el extraño vehículo se veía obligado a sortear algún obstáculo. Nadie salió a despedirle. Mientras desaparecía de la vista, un asomo de culpa asomó a la conciencia. Lo despaché pensando que le había regalado la vida.