domingo, 15 de agosto de 2010

Cap. XII


S
e acababa el dinero. Y empezaba a instalarse una sensación de hambre nunca enteramente satisfecha. O quizás un fondo de insatisfacción que el hambre amplificaba a cada paso. Amaneció un día extrañamente cálido, de nubes altas y una luz blanca bastante molesta. Por todo desayuno aproveché unos restos de pan de centeno ya resecos humedecidos en agua y tomé una decisión. Los últimos días habían sido tranquilos y nada hacía prever grandes cambios. Completado un cuidadoso afeitado, me enfundé la chaqueta del traje recuperado de casa de mi padre. Quedaba algo larga, lo cual tampoco representaba un grave problema. De hecho sería ideal a la hora de ocultar las posibles manchas de la culera del pantalón. La mochila vomitó algunos restos de pan duro al darle la vuelta para introducir en ella los zapatos. A punto de hacer lo mismo con el pantalón pensé que sería mejor probarlo. Resultó acomodarse razonablemente bien a mi anatomía, tal como esperaba. Siempre me habían dicho que era clavadito a mi padre en el aspecto físico. Lo enrollé de forma que se evitaran las arrugas en lo posible dejándolo reposar en el fondo.
El bosque me recibió callado como siempre. Apenas corría una brizna de aire y el sol ascendía pesadamente tras las nubes altas. El camino era largo y pretendía aprovechar el largo desplazamiento cuanto me fuera posible. Las gentes atendían a sus tareas en los campos cuando las chimeneas humeantes de Trabadelo me dieron la bienvenida. La silueta de los bueyes se me hizo familiar y dejó en la mente la duda de si convenía acercarse o no. Finalmente se impuso la necesidad de corresponder a la atención de aquel hombre de nombre desconocido.
Paró a la yunta mucho antes de poderme ver claramente.

En la lejanía se hizo patente el humo azulado del tabaco y la silueta magra del campesino. Una atmósfera de cierta normalidad parecía instalada en la mañana cálida, como invitando a pensar que nunca ocurre nada irremediable. Las ventanas de algunas de las casas permanecían abiertas, con las alfombras o la ropa de las camas colgando del alféizar. Se adivinaba a las mujeres trajinando dentro de los espacios domésticos.
Alguna cantaba confiadamente, confirmando aquella sensación de calma. Hubiera jurado que el hombre vestía exactamente las mismas ropas. A punto de llegar a su altura, sacó un pañuelo y se sonó las narices ruidosamente. Luego se volvió encarando la parte posterior de las casas a las que pareció inspeccionar como quien no quiere la cosa. Tenía la voz ronca.
- No pensaba yo verte tan pronto por aquí.
- Nunca se sabe bien qué es pronto o tarde.
No nos saludamos. Metió el pañuelo en el bolsillo y echó mano del cigarrillo dándole una larga calada.
- ¿Cómo anda esa salud?
- Ya ha estado mucho peor. De las gripes no hago ni caso.
Permanecí frente a él, un poco apartado y mirando en dirección contraria a la suya, como si tácitamente hubiéramos acordado mantener cierta vigilancia.
- ¿Va todo bien por aquí?
- Nunca se sabe. No ha pasado gran cosa últimamente, pero en estos tiempos las horas cunden como los años según en qué momentos.
Había aprendido a recabar cuanto información me fuera necesaria, pero sin manifestar gran interés y sin que mis escasos interlocutores se sintieran presionados. A veces eran campesinos que se movían entre campos distantes entre sí, y otras pequeños comerciantes que conocía por mi antiguo trabajo.

Siempre evitando la gente que me infundiera la más mínima duda. Aún así era difícil sentirse relativamente seguro.
- Conocía al Herminio.
Dejó la frase flotar en el aire mientras exhalaba el humo azulado de los pulmones y tosía brevemente. Alguna ventana hizo un ruido seco al cerrarse a mis espaldas. Levantó una mano en un gesto de saludo mínimo, lo cual confirmó que si no lo hacía conmigo era por pura prudencia. Asentí sin mostrar sorpresa.
- Yo trabajé con él cerca de... No sé muy bien cuantos años. Era un tipo extraño pero jamás me negó lo que me ganaba. Alguien me ha dicho que tenía la cabeza demasiado caliente. Quizás por eso...
Asintió despacio mirando a uno y otro lado, y después al suelo. Callamos unos instantes y luego siguió hablando, como recitando viejos recuerdos.
- Crecimos juntos allá en Vega. Luego me vine para aquí, antes de casarme. No era de los que se dejan pisar y así le ha ido. Por cierto que...
Interrumpió el hilo de la conversación y miró fijamente en dirección a una puerta que acababa de abrirse. No se oía más que su respiración y el aliento que impelía el humo del tabaco hacia a fuera de cuando en vez.
- Va a ser mejor que sigas camino en cuanto este esmirriado se retire para adentro. Es de los que gustan de hablar con los civiles, ya me entiendes.
En ocasiones tenía la impresión de ser la causa de la posible desgracia de los demás, lo cual era poco soportable. Al menos en su caso no era algo que yo hubiera buscado. Recorrí los bosques de enfrente evitando mirar hacia atrás, hasta que la puerta sonó de nuevo al cerrarse y él siguió hablando.
- Iba a decirte que sigue habiendo por ahí algún cartel con tu nombre. Muchos han desaparecido.

A veces porque los han colocado como suelen hacerlo todo y otras porque parece que has caído simpático a alguna gente. Pero a otra no, no te quepa duda.
Me pregunté qué sabía exactamente y enseguida pensé que si las noticias corren como la pólvora cuando no tienen importancia, qué no harán cuando la tienen. Necesitaba alguna información y seguramente era una de las pocas personas en quien podía confiar hasta el punto de inquirir sin disimulos.
- He visto muchos menos jeeps últimamente, pero me extraña que no haya controles en las carreteras.
- Se rumorea que hay una buena montada en Asturias y parece que han mandado para allá a todo el que pueda moverse. Pero por aquí quedan los indeseables de siempre. Suelen ir en esas motos con acompañante. Sidecars, parece que les llaman. Sólo se atreven con los indefensos.
- Supongo que siguen en Vega.
- Hay otro grupo importante en Carracedo, por lo que comentan.
Apenas acabó la frase, arrojó el cigarrillo al suelo, lo aplastó con el pie y me miró como si acabara de recordar algo. Entró en la casa y salió con un sombrero que me entregó como quien sacude un resto de suciedad. Iba a tirarlo, dijo, y se internó de nuevo en las tierras de labor sin despedirse. Alguna cortina se movió tras una de aquellas ventanas mientras retomaba mi camino sin demorarme. Aproveché los senderos cuanto pude intentando ganar tiempo, retirándome hacia la espesura cuando juzgaba que no podía anticipar lo que pudiera haber tras una curva cerrada o un recodo que ocultara lo que estaba detrás.
Al cabo de unas horas el calor de la caminata obligó a quitar la chaqueta y descansar sobre un pino abatido por alguna enfermedad y dar cuenta de unos bocados. Casi se adivinaban los tejados de pizarra de Villafranca en la distancia.

Un vientecillo ligero me acarició unos minutos mientras reposaba adormilado por la digestión. Algunos automóviles anunciaban su paso con mucha antelación, a causa de la cuesta que tenían que subir desde aquel pueblo de castillos bendecido por el río, ahora caudaloso.
Había conseguido distinguir los correajes negros y lustrosos de los falangistas como si hubiera nacido para ello. Parecían un imán para la vista. Eran apenas tres, rodeando lo que parecía ser uno de aquellos sidecars, un chisme por lo demás ciertamente estrambótico. Superada aquella dificultad merced a uno de los mil vericuetos que conducían a la ciudad, me descubrí pronto caminando tranquilamente por sus calles como un ciudadano más.
Las callejas picaban hacia arriba, donde descansaban orgullosos los castillos y los templos de piedra. Había feria en la plaza, amplia y presidida por la mole imponente de la Colegiata.
Allí se vendía un poco de todo, si bien la animación de otras épocas parecía perdida. Todo había cobrado un cierto sentido de provisionalidad y aquella supuesta galería de ofertas y demandas no era una excepción. Algunos puestos resultaban más que interesantes, especialmente aquel del bacalao. Era una buena alternativa, por laboriosa que fuera la desalación. Lo que no había era dinero para pagarlo, o dicho de otra manera, el poco que quedaba debía emplearse lo mejor posible.
La idea venia rondándome la cabeza hacía tiempo, pero no terminaba de dejarla ver la luz. Quienes me habían dado algo de educación habían insistido toda la vida en lo importante que era aquello. Ser honrado. Aquella dichosa frase de Marta se había quedado instalada en algún rincón de la mente: "Pobres sí. Pero honrados." La pobre de la mujer apenas había disfrutado de poco más que una cama caliente y ni siquiera podía decirse que hubiera sido así siempre.
Algo me dijo que era aconsejable comprobar cómo sería aquello. Qué sentiría antes. Y lo que era más importante aún, qué sentiría después. La ocasión se presentó poco más tarde, cuando un grupo de curiosos entabló una pequeña trifulca con un hombretón instalado detrás de un tenderete donde se ofrecían todo cuando manjar pueda extraerse de un cerdo. Las ristras de chorizos habían llamado poderosamente mi atención y el forzudo había tenido la mala idea de colgarlas a escasa altura del suelo. En lo más acalorado de la discusión saqué la navaja y cuando el hombrón atraía todas las miradas, corté limpiamente el fino cordel y tres hermosos ejemplares de aquellos rojizos embutidos terminaron en el bolsillo de la chaqueta como si nada hubiera pasado.
A diferencia del arriesgado cuerpo a cuerpo que había experimentado no hacía tanto, aquella otra habilidad sólo exigía de una retirada discreta. Y todo iba perfectamente hasta que desde algún rincón del propio cuerpo llegó aquella sensación extraña, fría y profunda como un sacrilegio y luego aquella palabra encendida. Ladrón. Miré hacia el puesto, donde los ánimos parecían haber vuelto a su cauce. No parecía pasar mucha hambre aquel tipo enorme. Yo sí la pasaba. Y aquello bastó como razonamiento.
Ocultado el botín en una bolsa de papel de estraza que encontré con restos de algún tipo de semillas, la deposité dentro de la mochililla y continué camino. Aquella palabreja seguía protestando dentro, pero el hambre, de momento, era cosa del pasado. Y el método no parecía malo del todo. Sólo se trataba de escoger bien a la víctima. Y quizás no tendría que limitarme a la comida. Al cabo de unos minutos, algo resolvió que no serían los escrúpulos morales lo que me mantendría con vida. Y una lucecita alegre bailó cómplice en una estrenada e inesperada sonrisa.
Un paisano apareció de una calleja que moría perpendicular a aquella por donde andaba, alisando el cabello y dejando tras de sí el aroma dulzón de la colonia. La barbería estaba en medio de la calle donde algunos viejos conversaban y una mujer abría la puerta de casa con un chiquillo cogido a la falda reclamando algo entre sollozos sin conseguir ser atendido.
En el interior, un tipo bien vestido abandonaba el sillón mientras el barbero, ya entrado en años, retiraba el mandil blanco que lo había mantenido a salvo de los restos de su abundante cabellera. El señorón se echó el grueso abrigo por la espalda, extrajo del bolsillo interior un fajo de billetes de buen tamaño y tendió al viejo con gesto displicente uno que contenía con seguridad una buena propina. A punto de iniciar el camino recordó algo y volvió para resolver alguna duda.
– ¿Dónde me había dicho este que esperaba?
– Ahí a la vuelta, en el Plaza.
Parecía el objetivo apropiado, pero antes de que pudiera siquiera valorar otra posibilidad se metió en el dichoso bar. No parecía buena idea entrar allí. La solución se presentó en forma de limpiabotas, como si acabara de frotar la lámpara mágica. Después de preguntar el precio, por si las moscas, me senté sin más, un poco agobiado por la imparable mengua de mis ya escasos recursos económicos. El tipo torció el gesto al comprobar que sacar lustre e aquello no iba a ser tan fácil y había cometido la imprudencia de fijar el precio antes de comprobarlo. Quizás por eso no puso mucho empeño, pero a cambio tampoco se molestó en hacer preguntas.
El bar Plaza parecía estar relativamente animado. Debía ser lo poco animado que quedaba en el país. La voz del elegante se elevaba de cuando en vez sobre las demás. Parecían pasárselo bien.

Sin embargo la gente que volvía de los campos, con las herramientas al hombro se limitaba e echar un vistazo y seguía camino. El limpiabotas obligaba al betún a repartirse por el viejo cuero llevando el paño con energía de un lado a otro, con las dos manos, hasta que declaró finalizada la tarea y extendió sin más la mano. Pagué y me fui justo cuando dos camisas azules entraban por el extremo opuesto de la calle. Confiado en mi mejorada apariencia me detuve ante un colorido cartel que anunciaba el prodigioso futuro que nos esperaba y observé de reojo.
Aquella gente comía tarde. Salieron hablando en voz muy alta, celebrando no se sabía qué. El elegante, al que llamaban Alberto, parecía ser el centro de atención. El tal Alberto tenía una humanidad más que considerable y o bien no estaba en un buen momento de forma, o bien lo que había bebido no contribuía a agilizar sus pesados miembros.
En cuanto se despidieron lo seguí sin pensármelo dos veces. Abandonó la calle y siguió un sendero que serpenteaba entre los árboles descendiendo abruptamente hasta un arroyo casi exhausto en una vaguada ciertamente profunda. En el horizonte se adivinaba el contorno de una casa labriega de imponente porte.
Una pequeña elevación obligaba a un pequeño rodeo que otro no tan bien vestido hubiera evitado cruzando por entre los pinos jóvenes. Ascendí en un par de zancadas buscando un sitio adecuado y enseguida lo vi bajar con aquel aire de ricacho intocable. Llevaba el abrigo medio descompuesto y debía molestarle tanto que decidió quitárselo. Aquello simplificaba tanto las cosas que casi merecía darle las gracias.
En cuanto estuvo de espaldas salté desde mi atalaya y agarré el abrigo fuertemente después de propinarle un empujón que lo obligó a bajar hasta el arroyo dando tumbos.

Con aquella pequeña fortuna entre las manos, arrojé la pesada prenda entre los arbustos y me esfumé. Aquello era robar en toda regla. Para cuando el tipo empezó a dar voces ya estaba en otra galaxia.






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