jueves, 19 de agosto de 2010

Cap. VIII


A
quella era una buena noche para averiguar cómo sería el futuro. La oscuridad llegó antes de lo esperado, impidiéndome alcanzar la Cuevona como había previsto. Alejado lo más posible del camino, acumulé una buena cantidad de aquellas agujas de los pinos bajo las caderas y el pecho, con intención de dormir boca abajo para evitar que algún ronquido involuntario delatara mi presencia, por más que el silencio absoluto hacía pensar que me encontraba completamente solo.
Alguna criatura correteó sobre mis piernas apenas había conciliado de alguna manera el sueño. Luego el frío se hizo punzante y el silencio se rompió con miles de sonidos desconocidos, alimentando la vigilia. Cuando brotaban las primeras luces levanté del suelo los doloridos huesos y me acurruqué entre dos grandes rocas cubiertas de maleza por su parte superior.
Eché el impermeable por encima confiando en que aquel verde impersonal disimulara mi presencia y dormí sobresaltado un par de horas confiándome al azar.
El grito desabrido de un cuervo declaró el nuevo día cuando la luz se hacía ya franca y algún rumor mecánico llegaba a mis oídos. Todos los huesos parecían fuera de su sitio y un dolor sordo rumiaba las entrañas en algún lugar bajo la frente. Apenas dados los primeros pasos me atenazó un frío desconocido, como de otra latitud. Cobijadas las manos bajo las axilas y envuelto en una fina neblina, ascendí entre los pinos con energía para combatir aquel entumecimiento y encontrar el camino lo antes posible.
En cuanto la senda estuvo de nuevo ante mis ojos descendí unos pasos para no delatar mi silueta al contraluz, procurando mantener el sendero al alcance de la vista.

Las dos grandes rocas quedaron en la retina cuando miré hacia atrás memorizando cada pequeño accidente. Hubiera sido mejor quedar en su parte posterior. La Cuevona resultó más difícil de localizar de lo que había previsto, lo cual era una buena noticia. Si era difícil para mí peor sería para quien me buscara. La brisa parecía soplar del lado este, así que encaminé mis pasos hacia el poniente para buscar un lugar donde hacer mis necesidades. El frío envolvió la piel mientras me aliviaba donde un grupo de pinos formaban una especie de corro inocente. También tendría que prescindir de la higiene tal como la conocía. El rumor del arroyo guió mis pasos mientras sujetaba el pantalón con las manos.
Mientras el agua congelaba mis manos nació un rayo de sol entre la niebla arrojando claridades entre los troncos inmóviles. Los pájaros rompían el silencio entre aquellos sueños de ramas nebulosas y luces esquivas. Era hermoso el lugar. Apunté mentalmente algunas necesidades básicas. Había que limpiarse y secarse. Sin dejar rastro. Y mucho menos el que acababa de dejar arriba, entre los pinos. Qué locura.
Pensar con rapidez. Cavar significaba dejar un rastro más. Y taparlo no era suficiente. Errores peligrosos que habría que evitar en el futuro.
El sol parecía haber detenido la leve y helada brisa en su ascensión. Un poco de pan y aquella cecina deliciosa mitigaron las penas del estómago. La escueta ración era un principio inamovible. Los rumores más o menos lejanos se multiplicaban poco a poco. Quizás era mejor dormir cuando los demás no lo hacían. Inspeccioné los alrededores con más atención tratando de encontrar una solución al problema de los restos del cuerpo. Una lata grande de aceite junto a una viña. Ningún resto te delatará si lo encierras aquí, me dije. Para lo que vas a comer...
Hacia el final de la mañana había reunido en la Cuevona algunos cachivaches que tendrían utilidad. Un par de sacos rellenos de pinaveta harían las veces de colchón. Coserlos con cuidado con sus propias hilachas y aprovechar el calorcillo del sol para dormir un poco.
El mismo frío me despertó cuando el astro caía en el horizonte. Qué pintaba aquel cuervo mirándome tan fijamente desde las aristas de pizarra más arriba... Ni se inmutó cuando me moví. No podía dormir al relente mucho tiempo más. Había que volver a Sotelo y localizar las casetas de los cazadores, pero no estaba muy claro cuando debía hacerse. Aquel frío que viajaba a lomos de la brisa nocturna empezaba a resultar odioso. La luna anunciaba una noche clara al otro lado del firmamento. También tendría que aprender astronomía. Y aquel día era tan bueno como otro cualquiera para iniciar las lecciones.
Con un ligero condumio y la escopeta colgada al hombro, inicié el camino a la luz de Selene con la sensación de entrar en una nueva etapa de la vida, como si me hubieran parido de nuevo los montes. Vinieron a la mente aquellos curiosos proverbios de Marta. "Á forza aforcan". Las referencias geográficas aún no se habían afianzado, pero ya estaban allí. La noche enviaba unas remotas luces del pueblo, más abajo, y el pálido reflejo lunar recortaba la silueta del Maluro al fondo, como un vigía sempiterno.
Subían voces propagadas por la brisa nocturna y dos haces de luz que viajaban entre los "caborcos" siguiendo el curso del camino. Algo estaba ocurriendo. El rumor del camión se aproximó más y más hasta que las puertas al cerrarse anunciaron que había llegado al final de su recorrido. No se oyeron más que unos sollozos y una orden seca. Luego dos estampidos y el chasquido de las puertas mientras el rumor del motor se alejaba de nuevo. El miedo me inundó como una lluvia imprevista. Permanecí paralizado con la vista fija en aquel punto, no muy lejano, y los ecos de los disparos grabados en las nubes bajas de la memoria. 
Imaginé las últimas horas de aquel que ya no estaba en este mundo, indefenso y rodeado de gente armada y bien dispuesta para la "limpieza". Seguramente le habrían gastado alguna broma mientras observaban su gesto entristecido, la boca lánguida y los ojos quizás llorosos. Su último e irremediable silencio y las reacciones incontrolables de su cuerpo ante las pistolas señalando el corazón un segundo antes de perder todo cuanto uno tiene. Por fin, su efímero gesto de dolor y el colapso que acaba con el cuerpo en tierra, desarbolado, como un guiñapo.
Me aproximé al lugar impulsado por todo lo que me unía a aquel desconocido, sin poder evitar que otro sentimiento paralizara las piernas y la voluntad, como queriendo evitar la visión de lo que fácilmente podría ser el propio futuro.
De repente, el espacio donde debía latir el corazón parecía ocupado por un vacío horrendo. Me alejé del cadáver unos pasos, siguiendo el mandato de un pánico nuevo, enraizado en las tripas, pero enseguida tenía que volver sobre ellos, avergonzado, como si acabara de traicionar todo cuanto era valioso en mi vida.
Permanecí en esa disyuntiva un largo rato, mirando de vez en cuando al volumen oscuro en el que la vida acababa de ser segada en un segundo. Todo cuanto había sucedido hasta ese fatídico instante parecía ahora cubierto por un velo confuso, falso. Los juegos de la niñez, las voces protectoras de la abuela,  las largas caminatas a la escuela, los ojos claros de aquella muchacha rubia, los primeros fracasos, la agonía prematura del trabajo, los confines poco humanos de la vida de los pobres, la angustia, la esperanza...
Me pregunté qué habitaba el corazón de los verdugos, imaginando su viaje de vuelta, acabada la tarea, silenciosos en la cabina, pensando en la recompensa que el tiempo les habría de deparar, en los galones que habrían de hacer agachar la cabeza a aquellos otros seres. Los otros. Los vencidos.
Imaginé la llama amarillenta de su mirada oscura, los labios fruncidos aspirando el aire del cigarrillo con fruición, con calma, la sonrisa oblicua en la que aquella muerte no había dejado ninguna señal, ni un simple asomo de remordimiento. Cuántos seres de aquellos habría en los alrededores. Cuántos en la comarca, en el país, cuántos en el mundo. De qué manera tocarían aquellos seres a sus mujeres, cómo acariciarían a sus hijos o besarían a sus madres.
Aparecieron ante mí, como fantasmas, en medio del luto de la oscuridad, parados con sus expresiones indefinibles, sus facciones de bruma del pasado, su fatal y fatídico ensimismamiento. Su hedor de abuso bien remunerado.
Volví la mirada al bulto abatido en tierra, detenido en la inmovilidad de los montes callados, taciturno, ausente, indiferente ya. La brisa  trajo de nuevo aquel olor dulzón, apenas presentido y una sensación de contacto prohibido con el mundo lejano de los muertos. Un frío extraño, aletargado, al lado del cual comenzaba a abrirse paso una furia con el rostro helado, un espasmo de violencia contenida que no necesitaba de desahogos inmediatos. En un instante supe que había cambiado, que me estaba convirtiendo en un extraño al que en muy poco tiempo quizás no podría reconocer.
Despacio, como temiendo despertar a algún dios maléfico, reanudé la marcha. El rastro de aquellos senderos no era fácil de seguir bajo la tenue luz lunar. Las escasas luces de Sotelo me sorprendieron cuando ya había rebasado el pueblo involuntariamente.
El olor de la madera crepitando en las cocinas inundaba el aire. Por primera vez me asaltó el sentimiento del paria alejado de lo que le era propio. La niebla empezaba a espesarse dificultando la orientación aún más si cabía. Las nubes practicaban un juego cruel que hacía necesario detenerse de cuando en vez para no perder la dirección, hasta que la luna volvía a hacerse dueña de las sombras.
Empezaba a escuchar un rumor de agua en la distancia cuando el sendero desembocó en otro más ancho. Las lomas se recortaban redondas más arriba entre la niebla, y la oscuridad crecía a ambos lados del camino. Una sombra afilada sobre el reflejo azulado de la pizarra, llamó mi atención. La luz murió en el preciso momento en que llegaba a su altura. Oí el chasquido inevitable de algo que murió bajo mis pies y enseguida brotó de la tiniebla la geometría familiar de la caseta.
No había ventanas visibles, ni puertas. Hubo que rodearla para distinguir apenas una puerta encajada de cualquier manera en la madera húmeda del marco, tosco pero recio. La vegetación crecía incluso por encima de la cubierta y a los lados como si fuera la verdadera propietaria del humilde refugio. Ningún olor en particular se me hizo reconocible. Sonreí al darme cuenta de que empezaba a utilizar los sentidos como un buen lobo.
La puerta no estaba dispuesta a dejarse vencer fácilmente. El astro se empeñaba en esconderse una y otra vez obligándome a maldecir a cada paso. Una nueva acometida sin éxito. La posibilidad de un mínimo de comodidad cobraba la apariencia de la dicha absoluta.
A punto de recurrir a una buena patada, la prudencia aconsejó repasar la superficie con la mano buscando algo que sobresaliera. Un trozo de madera pulida unida a una cuerda de plástico. Algo se desplazó allá adentro al empujarla hacia abajo, liberando la puerta que se abrió sin resistencia.
La luz lunar penetró en el exiguo espacio mostrando lo que parecía un catre cubierto con mantas y devolviendo el reflejo de algún utensilio metálico. No ocurrió nada en todo el rato en que permanecí agazapado, atento al más mínimo ruido. Aquella cabaña había permanecido mucho tiempo sin calor humano o animal. El terreno era traicionero para los pies y estaba rodeado de grandes arbustos en todas direcciones. Quizás hubiera sido imposible verla en cualquier otro momento, sin aquella luna exuberante. Una vez sacudida la fina capa de polvo que cubría las mantas del catre, encomendé mi reposo al dios del sueño. No llegó pronto. En su lugar acudieron los ecos de los disparos y un rostro de rasgos blanquecinos y ojos llorosos que llenó la noche de pesadillas y malos augurios.






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