martes, 3 de agosto de 2010

Cap. XXIV


U
n día Damián llamó a la puerta y dejó en escueto mensaje. Que te pases por la cantina hoy, no más tarde de las ocho, me dijo en un susurro a pesar de saber que nadie podría escucharnos. Llegué un poco tarde. Alguien surgió de la nada y me acompañó unos minutos en un aparente paseo, despidiéndose después con una cordialidad que hubo de ser correspondida.
No se impuso nada, más bien al contrario. Se trataba de una simple operación de intendencia para la que se había seleccionado un objetivo en Vega. Sólo debía aportar información y acompañar a la partida. Al día siguiente rodábamos aún de noche en un camión medio desvencijado, una mañana fría que invitaba a no separarse mucho de cualquier compañía que procurara algo de calor.
Llegados a un cierto punto, el motor comenzó a rugir acusando lo pronunciado de la rampa por la que avanzábamos penosamente, hundiendo las ruedas de vez en cuando en algún profundo socavón, balanceándonos violentamente hasta que por fin se recobraba una cierta estabilidad. Después giramos a la izquierda y el camión se detuvo. La lona se abrió por una costura disimulada cerca de la cabina y por la estrecha abertura fuimos bajando, de uno en uno, entumecidos y somnolientos. El horizonte se abría como una mancha rosácea cubierta de una tiniebla que prometía un azul más cálido. Un precioso día para quienes gustan del sol.
Descendimos en columna por un estrecho sendero hasta llegar a una bifurcación desde la que se hacían visibles las columnitas de humo de las cocinas de Vega, donde algún candil iluminaba todavía la llegada del alba. El que mandaba la partida se puso a mi altura para dar algunos mínimos detalles de la operación, que en principio sólo buscaba solucionar alguna escasez en cuanto a los abastecimientos.


El camión que abastecía a la antigua tienda de Lola llegaría hoy con algunas mercancías menos de las previstas. Me sorprendió un poco el punto escogido para esperar su paso, pero no discutí. Caminamos un buen rato hasta que la carretera se hizo visible en una curva pronunciada que obligaría a utilizar una marcha corta para superar la pendiente, circunstancia que nos debería permitir hacernos con lo que interesara sin demasiados problemas. Acechando a ambos lados de las cunetas resecas, esperamos.
El sol ascendía perezosamente elevando el halo rosado del cielo por encima del horizonte, mientras cientos de vidas minúsculas interrumpían el silencio entre los pinos y la hojarasca, iniciando el ciclo de sus cortas e insignificantes vidas. La espera se prolongaba más allá de lo que parecía razonable, aún teniendo en cuenta la acostumbrada falta de puntualidad del reparto de mercancías por la zona.
Algún cuchicheo delataba cierta impaciencia en los hombres, a quienes había que suponer acostumbrados a la espera. Por fin un rumor mecánico nació al fondo de la cuesta, casi al límite de lo que alcanzaba la vista, donde la carretera se retorcía a la izquierda, buscando a base de vueltas y revueltas un cierto alivio para la dura pendiente. Apareció el camión, renqueante, arrojando una humareda espesa y negra. Tardó un buen rato en llegar al punto en que el chófer acompañó con una mueca el gesto de introducir la primera marcha para superar el difícil desnivel.
Tenía un rostro pálido y aún barbilampiño que se volvió aún más blanco al ver el pistolón a través del parabrisas. Dos hombres situados en puntos estratégicos levantaron la mano cuando el jefe del grupo miró en su dirección. Los demás comenzamos a cargar con cajas y paquetes diversos que otro, subido a la caja, escogía con celeridad. En apenas cinco minutos despachamos el asunto.


Alguien se acercó al muchacho y le habló extendiendo el dedo índice ante su cara acongojada y lívida como el mármol. Mientras nos internábamos entre los pinos, el pobre chaval caminaba por la carretera abajo como un alma en pena. A medio camino entre el camión ahora abandonado y la revuelta donde la carretera se perdía de vista, miró hacia atrás. El vigía de más abajo le recomendó continuar sin cuidar los modales y el jovenzuelo obedeció con la cabeza baja.
Los bultos pesaban lo suyo, encajados en una amplia red que portábamos a la espalda. El sol subía inundando la espesura de luz y de pequeños rumores de cosas que volvían a la vida. A punto de culminar la subida desde la que volveríamos a ver las casitas de Vega, llegó un agudo silbido desde atrás. El vigía de retaguardia se detuvo en medio de la carretera y cruzó los brazos por encima de la cabeza componiendo una rudimentaria equis que todo el mundo supo interpretar.
Alguien masculló una blasfemia y lo que era una marcha razonablemente suave se transformó en una franca carrera. Por detrás del último recodo visible ante el horizonte se acercaba un zumbido cada vez más claro.
Dos hombres quedaron agazapados entre los árboles con las armas listas. Apenas recorridos unos cientos de metros, con la respiración ya agitada por el esfuerzo, el ruido del motor irrumpió tras una revuelta obligándonos a mirar hacia atrás. Avanzaba a buena marcha, pero se detuvo antes de llegar al lugar donde habían quedado apostados los compañeros.
Brotaron dos columnas de hombres uniformados que se internaron entre los árboles con rapidez y sin disparar un tiro. Los nuestros callaban también, quizás por no descubrir su posición ante un grupo que parecía bien entrenado.


Solté el bulto que llevaba a la espalda sin esperar órdenes, para ascender más rápidamente hasta alcanzar la cima del collado. Alguien protestó unos metros más allá.
- ¿Se puede saber qué estás haciendo?
- Cuidar de mi pellejo.
- Las órdenes son para cumplir, amigo. No estás en el patio del colegio.
- Lo que tú digas, general.
Al llegar arriba, agazapado tras las ásperas cortezas de los pinos, observé el panorama. Todo estaba demasiado tranquilo enfrente. La carretera comenzaba un ligero descenso hasta llegar a otra revuelta donde desembocaba una pista sin asfaltar, pero lo suficientemente ancha como para permitir el paso de vehículos. Maldije interiormente mientras algunos llegaban a mi altura con la respiración convertida en un quejido.
- ¿Dónde está tu paquete?
Estallé.
- ¡Vete a tomar por culo! ¿Se puede saber a quién se le ha ocurrido esto?
Me miró con un gesto de asombro en el rostro mientras los otros observaban. Seguí desahogándome.
- ¡La madre que me parió! ¡Aquí puede llegar cómodamente un puto ejército!
Mientras se miraban entre sí, algo confusos, busqué entre los troncos de los árboles. Un muro impenetrable de vegetación impedía el avance por la izquierda y al otro lado de la carretera, el desnivel y la escasa masa boscosa no parecían la mejor vía de escape.
- Cómo cojones salimos de aquí...
- Pues tirando p'alante, sin más, acojonado.
El jefe del grupo tenía una voz bien atiplada y parecía seguro de lo que decía, pero las seguridades son cosas relativas en según qué situaciones. Había algo en la expresión de aquel tipo que parecía falso como los billetes falsos.
- ¿Y el vigía de delante?
Hizo una señal hacia su izquierda y alguien emitió un sonido de ave, con la suficiente intensidad como para ser escuchado bastante lejos. El silencio era completo en todas direcciones y nadie respondió a la llamada. Miró hacia abajo de nuevo y el artista insistió, pero no hubo resultado. Señalaba hacia alguno de los de abajo cuando se inició la descarga.
Los troncos despedían ecos sordos y de sus cortezas secas y rojizas brotaba una lluvia de esquirlas que bailaban en el aire produciendo un espectáculo ya conocido. Pequeñas columnas de humo se levantaban en el bosque de enfrente, obligando a los hombres a buscar refugio descendiendo de lo alto de la loma. No había ni señal de los que acechaban detrás.
Comenzábamos a responder al fuego, después de situar más o menos los objetivos cuando desde la espesa vegetación de la izquierda, en un nivel superior, comenzaron a acribillarnos sin piedad. De los mismos troncos parecía brotar la sangre cuando emprendí la carrera hacia el único lugar en el que había esperanza: entre sus propias filas.
Atrás iban quedando gritos de ira y de dolor. Me agazapé tras un peñasco con el corazón saltando del pecho, sin poder contener la corriente de vaho que producía la respiración en el aire frío. Poco a poco la descarga cesó. Sólo algún disparo aislado y acaso dubitativo rompía la aparente tregua. Comenzaron los insultos y las risas crueles de los vencedores, agazapados en lo alto entre el matorral. Un leve rumor de hojas caídas acompañaba el cuerpo de un compañero que rodaba pendiente abajo hasta quedar encajado entre dos troncos próximos, algo más arriba.


Sonó un silbato y comenzaron a oírse voces entre la espesa arboleda. Otro silbido largo respondió al fondo, a unos treinta o cuarenta metros frente a mi posición. Busqué desesperadamente a mi alrededor mientras las risas de arriba comenzaban a alternarse con disparos secos y aislados. Una extraña fuerza invitaba a ascender por los troncos de los pinos buscando agónicamente una escapatoria, por imposible que fuese. Desplazándome lentamente, pegado al suelo como un reptil, repasé el contorno de la pared de vegetación, a mi derecha.
El tono impersonal del color caqui de los uniformes empezaba a hacerse presente apenas unos metros más abajo cuando la figura casi absurda de uno de aquellos troncos vacíos de castaño, que en la zona se conocen como "caracochas", se hizo presente entre la masa ingente de pinos, a pocos metros de la pared vegetal, por la que asomaba alguna arista pizarrosa. El tronco podría acoger fácilmente a un par de hombres, pero también estaba claro que aquel era un lugar que nadie pasaría por alto.
Mientras el instinto de supervivencia dictaba internarse en aquel vacío negro y consumido por los años, un animal menudo, de pelo negro, con el lomo surcado por una línea increíblemente blanca se internó veloz tras el tupido ramaje de las uces espesas, apenas a un metro del gran tronco. Cierta oscuridad tras aquella cascada verde me invitó a sumergirme en el último segundo en un estrecho espacio de cuyo techo brotaban raíces húmedas y piedras de cuarzo, alguna de las cuales abrió la piel sin compasión haciendo brotar un escalofrío.
Las hojas crujían más abajo, al paso ya próximo de las botas de los uniformados y las largas ramas verdes aún se mecían lánguidamente tras mi abrupta entrada en el minúsculo agujero. Por un momento pensé en lo absurdo de que el insignificante movimiento de una mísera rama verde, perdida y anónima en un bosque remoto y desconocido, pudiera costar una vida.


Casi se me heló el corazón cuando aquel bicho negro y menudo saltó sobre mí, en el exiguo espacio y se precipitó fuera, agitando de nuevo el ramaje de la entrada. Entonces se oyó una risita fuera, cauta y profunda. El contorno de la mano apartó las ramas un instante, mientras la cabeza se inclinaba para comprobar el lugar por el que había escapado el animal.
Apunté con la pistola hacia la expresión estúpida de aquel tipo dispuesto a llevármelo de acompañante al más allá. El corazón parecía acometer sus últimas y agónicas tareas cuando dejó caer las ramas y rodeó el tronco del castaño, con el arma lista y la atención concentrada en lo que pudiera encontrar dentro de la "caracocha".
- Nada.
- Una comadreja.
Una leve esperanza empezó a nacer cuando los pasos del que acababa de llegar a la posición hicieron crujir la dura arcilla mientras continuaba la ascensión llevándose consigo al curioso. Los latidos del corazón levantaban un dolor sordo y punzante en las sienes y los oídos, y una tenue calidez bajaba desde el hombro derecho, mojando poco a poco la camisa.
Sonó otro disparo arriba y una voz colérica, apenas inteligible, cuando comencé a percatarme de que la inmovilidad ya no era lo más conveniente y me hice rápidamente una composición de lugar. La mejor opción era seguir bajando hacia el camión y una vez llegado allí sortear la vigilancia y escapar por fin de la ratonera, porque era previsible que en la bajada hicieran una inspección más cuidadosa y alguien tendría que haberme visto escapar.
Apenas salido del húmedo cubil, eché una mano al hombro para comprobar su estado. La herida era superficial pero sangraba abundantemente. Se oían risas cada vez más distantes mientras bajaba con cierta celeridad en dirección al camión.


Seguramente fue la confianza de los de abajo lo que me salvó de toparme de narices con aquel tipo.
- ¿Ves algo?
- No seas impaciente, ya nos llamarán.
La voz más próxima brotó desde detrás de un risco, apenas unos pasos por delante. El otro debía estar cerca del camión, a juzgar por lo difícil que resultaba entender lo que decía. Rodeando la posición con la cautela de quien disfruta de una última oportunidad, alcancé por fin a vislumbrar el perfil del camión, parado en medio de la carretera.
El que había contestado se recostaba indolente sobre la chapa metálica con el pie derecho reposando sobre una de las tuercas de las ruedas. Mantuve un cierto rato la vigilancia, hasta que lo vi echar mano a la bragueta y rodear el vehículo después de colgarse el fusil del hombro. El resto fue caminar y agazaparse entre las rocas y la arboleda hasta llegar a las proximidades de Trabadelo.
El sol lucía en todo lo alto cuando algo me invitó a pararme al lado de un arroyo y descansar unos minutos. Estaba a punto de beber en el cuenco de la mano cuando una violenta arcada me revolvió las tripas y la vista se nubló hasta obligarme a reposar unos minutos sobre la hierba. Antes de reemprender camino contemplé despacio los surcos de la piel en las manos, la aparente sensación de tranquilidad que brotaba de los prados y los bosques, y, finalmente, renové el tacto frío de la pistola entre los dedos.
Era extraño seguir vivo. Luego levanté la camisa lo suficiente para comprobar que la sangre había dejado de manar por la herida abierta. Las chimeneas de las casas de Trabadelo despedían lentas columnas de humo doméstico, extendiendo en el aire del mediodía el olor a leña y comida. Había un par de grupos junto a alguna de las casas.


Probablemente ya circulara algún rumor de la refriega, o puede incluso que se hubiera escuchado desde la distancia. Lo prudente era alejarse rápidamente. Nadie prefería los rumores a la buena comida, así que los tertulianos fueron despidiéndose poco a poco y regresando a los hogares. A excepción de uno de ellos, que prefirió alejarse caminando a buen paso en mi dirección.
Llevaba la boina bien calada para protegerse del sol y un paquete redondo, de los que se utilizaban en las tiendas de ultramarinos, bajo el brazo. Me alarmé cuando miró hacia el grupo de árboles que supuestamente me guardaba de miradas inquisitivas, pero no pareció reparar en nada particular. Cuando alguna de las edificaciones lo ocultó de la vista nuevamente, eché a andar, algo preocupado por la perspectiva de encontrármelo en el camino, pero obligado por la necesidad de poner tierra de por medio.
Superadas un par de cabañas que nadie parecía usar ya, escuché en el aire una melodía y al poco apareció por el camino el viejo. Llegó hasta los restos de un pequeño depósito de agua, agrietado por las heladas y el frío del invierno, y canturreando como si en el mundo no ocurriera nada, se puso a escarbar entre el contenido del paquete, extrajo algo de dentro y dejándolo sobre uno de los muros del depósito se fue por donde había venido.
 En cuanto dobló el primer recodo del camino, la cancioncilla murió en el aire. El olor a chorizo llegó a mis fosas nasales justo al tiempo que un cuervo se plantaba en uno de los pinos y emitía dos graznidos largos y sonoros. Algunos otros rondaban el alimento abandonado sobre los muros del depósito, lo cual determinó entrar en acción sin más dudas. La silueta del hombre se recortaba a lo lejos en el camino, con las manos acompasando el paso. En un momento dado pareció mirar hacia atrás, pero el movimiento no superó el inicio del gesto.


Lo miré como se mira a un ángel cuando descubrí los dos trozos de pan envolviendo un chorizo y un trozo de queso amarillento.
Los caminos volvían a hacerse familiares, las crestas de los montes, las curvas suaves y casi femeninas de las colinas cubiertas de vidas verdes y estoicas, las aguas de los neveros, los rumores sosegados del viento al cruzar los pinares y los robledales.
El perfil de la Cuevona apareció al contraluz del horizonte, en medio de los gritos de alarma de los mirlos y el vuelo bajo y curioso de los gorriones. Un rastro de cansancio acumulado hacía nacer un sabor ácido en la garganta y los pies tendían a tropezar con los restos minerales del camino produciendo más ruido del recomendable. Las viejas cuerdas que guardaban el perímetro no estaban en su lugar, pero aquello también podía ser obra del viento y los animales, después de aquel periodo de abandono.
Había restos de excrementos de algún jabalí en el estrecho acceso y el interior estaba algo revuelto, pero no parecía obra de ningún humano. Los plásticos que había colocado en la techumbre, reducida al espacio indispensable para dormir, estaban descompuestos y parte de las cañas se habían venido abajo, pero la estancia seguía transmitiendo el calor de un refugio. Las reparaciones más imprescindibles ocuparon las horas hasta que el cansancio y la luz de las estrellas, nuevamente descubiertas, dieron paso al sueño.
El frío suele hacerse más agudo con las primeras luces del día. Un reflejo sonrosado iluminaba las paredes fuera del cobertizo cuando un graznido familiar anunció un nuevo día. Las ropas no llegaban a cubrir razonablemente el cuerpo, que parecía haber pasado la noche dando vueltas y vueltas, seguramente al echar en falta la dulce y acogedora caricia del colchón.


Pero había un rumor de vida afuera que compensaba la pérdida de las comodidades. El cuervo protestó de nuevo cuando me incorporé con ciertas dificultades, acusando el dolor de las articulaciones de la cadera, con los ojos legañosos y un vacío en el estómago ciertamente incómodo. Comer era la primera prioridad. No más de unos billetes en el bolsillo del pantalón y escasa munición para la pistola.
Algunas cosas importantes habían quedado atrás. El rumor del arroyuelo, más abajo, alivió un tanto la sensación de carencia y una vez solucionada relativamente la descuidada higiene, el futuro pareció algo menos difícil. Demorando un poco los pasos por los alrededores comprobé que todo seguía casi inalterado. Ascendí una de las colinas más al norte para contemplar los contornos difusos por la nebrila matinal de Trabadelo y las casi imperceptibles columnas de humo de las casitas de Sotelo, más lejanas.
Una incursión por aquel delicioso rincón no estaría de más. La imagen de Germán volvió a la memoria desatando involuntariamente una cierta sensación de inseguridad. Casi estaba a punto de ponerme en marcha cuando reparé en el estado de la ropa. Esa circunstancia y una clara necesidad de sosiego decantaron el futuro hacia un par de días de reflexión y tranquilidad. Pero comer exigía tomar decisiones y Trabadelo, más cercano, parecía una buena opción. Conseguir un poco de comida era todo lo necesario y quizás no exigiera de grandes esfuerzos.
Anochecía cuando me aposté tras unos troncos, examinando los contornos de las casas pequeñas y austeras, a una cierta distancia del sendero que recorría el pueblo por la parte de atrás de las casas. El terreno trabajado por aquel hombre de nombre desconocido y figura de asceta aparecía lleno de vidas vegetales mecidas levemente por el viento tranquilo de la tarde.


Alguien abrió una ventana para recoger con urgencia las prendas menudas que colgaban de una cuerda y luego se retiró de nuevo hacia adentro cerrándola con fuerza. Una luz se encendió en otra de las estancias de la casa. Olía a judías y a cebolla, lo cual renovó las airadas protestas del estómago, harto de tanta falta de atención.
Se abrió una puerta junto a las plantas ya altas del terreno cuidado por mi anónimo amigo y una pequeña brasa brilló en la penumbra creciente. Esperé hasta que las luces fueron aún más tenues y eché a andar con tranquilidad en su dirección, observando su apacible y magra figura descansando en los escalones que daban acceso al terreno. La brasita incandescente viajó a su boca un par de veces antes de que estuviera a su altura, y luego la mano que la sostenía descansó sobre una de sus rodillas.
- Buenas noches.
- Ojalá lo sean.
- No sé si me recordarás.
No respondió. Aspiró la brasa una vez más, miró hacia las ventanas de las casas más próximas y ascendió las escaleras dando la espalda. Desde la puerta entornada hizo una señal urgente que me obligó a entrar sin demoras. La madera del piso emitía crujidos sordos acusando el peso de los cuerpos en una oscuridad casi completa.
La luz de una de las habitaciones adyacentes aportó una mínima claridad, una vez cerró completamente la ventana del pasillo que daba a la calle.
Abrió la puerta de un pequeño chinero y mientras rebuscaba en su interior hizo un gesto para que me sentara ante una mesa cuadrada marcada por infinitas marcas redondas y violetas que hacían pensar inmediatamente en el rastro del vino tinto.


Como anunciada por el pensamiento, una botella desembarcó sobre la mesa y tras ella un trozo de pan de hogaza y algo de membrillo y queso blanco y fresco, con un olor animal que despertaba todos los apetitos. Soltó una frase mientras cerraba las pequeñas puertas del chinero.
- Come, que ya tendrás tiempo de hablar.
Comencé a comer lentamente, venciendo la ansiedad, consciente de que una mala digestión podría complicarme mucho las cosas. Él paseaba por el pasillo, ante la ventana cerrada a cal y canto, llevándose el cigarrillo a la boca de cuando en cuando. Una vez hube aplacado mínimamente la mordedura del hambre, hablé en voz baja, más bien por demostrar buenos modales.
- ¿Cómo va todo por aquí?
- Va, que no es poco.
Se hizo un silencio mientras se acercaba a la mesa y daba vueltas entre las sillas y la cocina de carbón, ahora apagada. Le dio una última calada al cigarrillo y lo introdujo en el fogón a través del agujero de la arandela central. Le tembló la voz casi de forma imperceptible cuando habló de nuevo y lo que dijo parecía contradecir claramente su última declaración.
- Es mejor que no vuelvas a acercarte como lo has hecho ahora. La cosa se está poniendo peor a cada día que pasa.
Estaba a punto de disculparme cuando una sensación de cansancio invencible me impidió articular palabra. Me preocupaba ponerlo en peligro, pero a veces era complicado saber cómo actuar. Siguió hablando.
- La gente husmea continuamente por esas ventanas. Si pasaras por medio del pueblo llamarías menos la atención.
- Lo siento. Espero no haberte comprometido.
- No lo has hecho. Es sólo una precaución que no sobrará en el futuro. Por cierto...
La mención al futuro me cogió por sorpresa, mitigando una sensación interior que crecía cada día y resultaba difícil de soportar. Las razones que impulsaban a aquel hombre a ayudarme eran un misterio, pero quizás no fuera el único beneficiado. La coletilla final daba paso a una pregunta, lo cual era también algo sorprendente.
- ¿Tú sabes exactamente lo que ha pasado en Las Mañadas?
- En la cuesta de Trabadelo, supongo que quieres decir...
Asintió con la cabeza mientras se recostaba contra la cocina y cruzaba los brazos sobre el pecho.
- Nos dieron de lo lindo.
Levantó la cabeza un instante, acaso sorprendido también al confirmar mi participación en aquel episodio.
- ¿Sabes algo tú? Porque no esperé a ver como acababa, como comprenderás...
- Han sacado unas fotos en el periódico. Muchos muertos y ningún herido.
Torció el gesto con una mueca de hastío,  y echó a andar de nuevo levantando ecos sordos en la madera. Pasaron unos instantes envueltos en un silencio lleno de incógnitas y luego se escuchó el chasquido leve de la mecha que daba paso al olor a tabaco y al leve resplandor de la brasa que consumiría el cigarrillo mientras sus pasos iban y venían alrededor de la mesa. La comida iba asentándose en el estómago con ciertas dificultades, pero la cosa no pasaba de algún pequeño retortijón cuyos efectos ya conocía.
El vino dejaba un rastro ácido garganta abajo y levantaba un calorcillo verdaderamente agradable. La imagen de Germán brotó repentinamente en el curso de los pensamientos, sin razón aparente, acompañado del tipo uniformado que había visto tiempo atrás saliendo de la casa.


Me pregunté hasta qué punto se conocerían y finalmente pregunté, procurando darle a la pregunta un deje de curiosidad puramente casual.
- No habrás visto a Germán por aquí abajo...
- No. Es difícil verlo, de cualquier manera.
- No sale mucho de su cubil, por lo que me pareció.
- Es un tipo algo extraño, aunque en realidad extraños somos todos, unos más y otros menos.
- Tienes razón.
Se había quedado parado en medio de la pieza, con la brasa consumiendo rápidamente el cigarrillo. Decidió acomodarse en la mesa, levantando una silla en el aire para evitar ruidos innecesarios. Se sentó apoyando los brazos en el respaldo y miró pensativo la superficie de la mesa surcada por mil marcas domésticas. Parecía extrañamente locuaz en aquella noche llena de preguntas. Tenía que preguntarlo y, finalmente, lo pregunté.
- Lo he visto alguna vez en compañía de uno de esos tipos, uno de uniforme que salía de su casa. Tenía pinta de oficial.
- Ya…
Aquello quedó unos instantes dando vueltas por su cabeza, como si quisiera buscar una salida.
- También puede que tenga que nadar y guardar la ropa. Una de sus hermanas ha emparentado con uno de esos, pero no tiene nada de oficial. Uno de tantos que quieren medrar aprovechando la circunstancia.
El vinillo pasaba por la garganta  dejando un rastro de calor en el estómago y una sensación de sopor que crecía a medida que pasaban los minutos. Cuando uno de nuestros silencios se hizo más largo de lo habitual, se levantó y tomó una decisión.
- Es mejor que te vayas a cama. Mañana tendrás que marchar antes de que haya demasiada luz. No es que tenga mucho que hacer, pero no está de más ser prudentes.
No parecía dispuesto a discutirlo y la perspectiva de una cama y un tibio colchón no eran precisamente despreciables. Algún carraspeo llegó hasta la habitación acompañado del rumor leve de la mecha con que encendía aquellos cigarrillos. Después, el dios del sueño ocupó su trono.
No había el más mínimo rastro de luz afuera cuando sentí una sacudida en los hombros. Resultaba difícil dejar el calorcillo amigo de las mantas, pero el hombre tenía en el rostro un gesto urgente que no dejaba lugar a dudas.
- Aséate un poco. He visto un grupo de gente fuera y no estoy seguro de qué quieren a estas horas.
Apenas terminaba de secar la cara y las manos con una toalla diminuta cuando se abrió la puerta y un susurro puso fin a la visita.
- Ven detrás de mí.
Apenas acomodada la chaqueta con la torpeza típica de las primeras horas de la mañana, observé sus movimientos sobre la mesa de la sala. Tenía un paquete entre las manos, de un color incierto y áspero al tacto, de los que usaban en las tiendas de ultramarinos. En cuanto me lo dio percibí el olor reconfortante del queso fresco.
Hacía un frío severo en el exterior. Caminamos por la parte de atrás de las casas hasta llegar a un estrecho pasaje que el hombre recorrió con pasos precavidos. Asomó la cabeza a la calle principal e hizo un gesto perentorio. Abandonando el sendero principal, tomamos otro que discurría por entre los huertos sembrados hasta llegar a unos postes unidos entre sí por alambre de espino.


Mi mano fue entonces guiada hasta una cuerda de pita, que se me hizo familiar al tacto. Paró para darme una sencilla instrucción.
- Sigue la cuerda hasta llegar al final del camino y luego enfila hacia los pinares. Enseguida llegarás arriba.
Una palabra tímida de agradecimiento quedó en el aire mientras volvía por sus pasos sin molestarse en contestar. La luz era tan escasa que los pies golpeaban involuntariamente mil pequeños obstáculos mientras miraba hacia atrás para comprobar que llegara sin problemas a casa.
La cuerda murió en un grueso nudo sujeto a una estaca alta y reforzada por otras dos encajadas por su parte baja, componiendo una de las esquinas del rústico vallado. El rastro apenas visible del sendero comenzaba a ascender hacia la masa de pinos de más arriba. Volví la vista atrás por última vez, a tiempo de ver su sombra deslizándose entre los campos y entrar en la casa mientras por la calle principal un par de linternas abrían surcos de una luz fantasmal en el silencio de la mañana apenas nacida. No parecía el momento adecuado para quedarse a esperar acontecimientos.
El sol ascendía lentamente entre una tenue neblina cuando los contornos del monte fueron haciéndose reconocibles mientras el paso vivo aliviaba el frío poniendo distancia de por medio. Los mirlos lanzaban agudos chillidos de aviso cuando la proximidad de los nidos lo requería.
Un olor en el aire trajo a la memoria recuerdos no lejanos de olor a piel de hembra y la caricia impagable del calor humano. Los mismos vericuetos del camino, las ramas oscilantes de los pinos y el vuelo juguetón de las aves parecían haberse conjurado para traer a la memoria el recuerdo de Lola.
A la izquierda del camino se elevaba, aún lejana, una formación rocosa.


La altura del sol indicaba la proximidad del mediodía cuando el hambre hundió su aguijón en algún rincón del estómago. Decidí no esperar a llegar a las rocas, y acomodado entre un par de pinos jóvenes en un nivel más alto que permitía observar con facilidad el camino, di cuenta de una pequeña porción de aquel queso fresco y un pedazo de pan que sabía a gloria.
Jirones de nubes bajas corrían silenciosas entre los pinos más arriba y los pájaros acompañaban con su canto aquel desfile blanco y efímero. De nuevo en marcha tomé la decisión de ascender una de aquellas crestas para tener una visión más amplia de aquellos valles verdes. Sotelo debía haber quedado ya atrás, y el perfil familiar de alguna de las cuevas debía estar ya próximo.
La "pinaveta" que caía de los árboles obligaba a marchar con cuidado una vez se abandonaban los senderos, porque aquellos montoncitos pardos eran bien capaces de dar con un cuerpo en tierra cuando la pendiente se hacía más dura. En lo alto de la cresta el viento circulaba con más fuerza, trayendo olores a resina, menta y acaso algún residuo de excrementos animales, abono o restos orgánicos. Aún se distinguía el perfil casi mágico de Sotelo, perdido hacia el sur entre robles y pinares.
Caminar de nuevo, poner la distancia entre los malos augurios y los deseos de calma, de sosiego, pero también de redención y seguramente de venganza. Las aves volvieron a ser dueñas de los espacios verdes y el viento recobró su vigor para hacerles compañía.
La formación rocosa quedó atrás y al cabo de un par de horas la forma de aquel agudo picacho a la izquierda confirmó que la dirección era la adecuada. Por allí cerca tenía que estar la piel blanca de Lola y su vientre redondo. También sus dudas, acaso sus tristezas, y, desde luego, su casa. Lo peor de ciertas situaciones no es exactamente la inseguridad.


La incertidumbre es más dañina. Siembra el cerebro de dudas y las dudas son un mal compañero para quien necesita tomar decisiones rápidas. Las últimas palabras de Lola se hicieron también presentes. Aquel "debes irte" que tenía ecos de despedida, entre las acometidas violentas de la azada en la tierra.
Quizás un examen del terreno permitiría una reflexión que aclarara las ideas.
Desde una de las lomas que rodeaban los alrededores asomó una de las esquinas de la casa, con la mancha ya oscurecida de la paja utilizada en la reparación de la cubierta. Algo intenso, fuerte como un lazo de sangre, despertó dentro. Recuerdos de olor a piel, de miradas que siembran la alegría en el alma, rastros preciosos de calor humano.
Y un temor nacido en algún oscuro rincón del alma, justo al lado de los ecos de la memoria, pero contrario, enfrentado, presto a destruir cualquier rastro de dicha. Los pies tomaron de nuevo la decisión que la cabeza no consintió y pronto estuve frente a la casa cuyos contornos conocía tan bien.
Sólo una de las contraventanas estaba abierta. Ningún ruido que delatara la más mínima actividad en el interior. En la casa contigua, utilizada como almacén, la puerta de madera estaba abierta y de allí surgía el rumor de una respiración pesada y acaso insegura. Un par de tomates sobre una banqueta y recostado sobre una silla, apoyado pesadamente en la pared, el cuerpo de la mujer.
Y un olor penetrante en el aire, alrededor de una mesa inestable coronada por una botella de cristal transparente. Olor a alcohol. A etanol consumido con ansiedad, con desesperación quizás. Aquella mujer era apenas reconocible. Sobre la frente, un paño medio naufragado y ribeteado de restos de tierra ocre.


Los pómulos delatando una delgadez próxima a la alarma, la ropa descompuesta y llena de lamparones, las manos desmayadas a lo largo del cuerpo y un olor a sudor antiguo que, mezclado con el del licor, componía una mezcla repulsiva.
La respiración levantaba su pecho a intervalos regulares, mientras el aire despertaba un quejido continuo en el paladar, dentro de la boca, con el maxilar apoyado sobre el pecho. El vientre abultado y tenso, delatando la proximidad del alumbramiento y las piernas recogidas bajo la silla como buscando cobijo. Las uñas ennegrecidas y las medias recorridas por hilos descompuestos completaban un cuadro ciertamente triste.
La piel conservaba la blancura tantas veces recordada, pero un tono amarillento se había acomodado en las facciones desencajadas, alrededor de los ojos y la boca. Sin saber muy bien qué hacer, me encaminé a la casa con el ánimo no muy bien dispuesto. El hueco en la pared estaba ahora disimulado con una pequeña maceta en la que crecía con desgana un cactus, pero recordaba bien su utilidad. Apartada la maceta, enseguida noté el tacto metálico del mecanismo que liberaba la puerta con un leve chirrido.
Hacía tiempo que no se limpiaba allí. Los platos sucios y algunos restos de comida se amontonaban en el fregadero y sobre la cocina, sirviendo a la manutención de un buen rebaño de moscas. Polvo sobre los escasos muebles y restos de tierra de los campos aquí y allá. El mismo olor dulzón y nauseabundo del almacén se hacía dueño de cada estancia, incluida la habitación, con la cama revuelta y algunas prendas abandonadas sobre las sábanas. Estaba a punto de salir cuando oí el leve rumor de la puerta al abrirse y sorprendí su figura parada sobre el picaporte, con una expresión quizás ausente y una dejadez en la actitud que no podía disimular.


Profundas ojeras marcaban los ojos negros, casi entornados, mientras me miraba como se mira a alguien a quien ya no se esperaba. Los cerró unos segundos al tiempo que retiraba de la cabeza el paño que la cubría, medio descompuesto, y después, como si acabara de recordar algo, se internó en el váter y salió con un garrafón encajado entre el brazo izquierdo y las caderas. A punto de abandonar la casa, se detuvo, giró la cabeza con un gesto de cansancio y habló despacio.
- En el almacén hay leña seca. Podrías cortar alguna mientras arreglo esto un poco.
Asentí sin hablar. Aún no había iniciado la tarea cuando desde la casa llegó el típico rumor del zafarrancho producido por el cacharreo constante y los sonidos irremediables de la vajilla. Abiertas completamente las puertas del cobertizo y de un respiradero practicado en la pared posterior con el fin de ventilar la pieza, puse manos a la obra.
El hacha cumplía con su cometido aún sin estar muy bien afilada y la leña estaba efectivamente seca, lo cual facilitaba la tarea sin más que prestar atención a las reacciones de algunos nudos. El perfil de la mujer atravesó el contraluz de la puerta con el pelo recogido en una cinta tras la cabeza y el garrafón encajado entre el brazo izquierdo y la cadera. No había perdido aquella energía que recordaba.
Una vez reunida una cantidad razonable de leña, y juzgando que la tarea del otro lado tomaría más tiempo, inicié un rodeo a la casa que me aproximó en seguida al huerto. No parecía tan abandonado como el resto de la propiedad, si bien alguna tomatera acusaba el ataque de la gravedad hasta llegar a dejar los frutos en contacto con la tierra. Alrededor de la casa el matorral había crecido desmedidamente y por el lado norte algunos árboles de mimosa habían monopolizado el terreno.


Casi sin darme cuenta me encontré de nuevo frente a la casa, como si una fuerza invisible me llevara a apoyarme en el marco de la puerta abierta de par en par. Notó en seguida mi presencia. Giró el cuerpo y se acomodó contra el fregadero, mostrando los rastros de humedad del vestido sucio y arrugado. Quizás bailaba ya una luz de alegría en los ojos hundidos y el rastro de una sonrisa perdida hacía tiempo había amanecido en la boca frutal. Habló despacio, con la vista parada en las maderas sucias del suelo.
- Me tomará algo de tiempo. Esta que has visto no es la que conoces.
Amanecí una sonrisa intentando hacer nacer la suya prematuramente. Volvió a la tarea y antes de que hubiera abandonado la pieza hizo una sugerencia.
- Vendrían bien unos tomates. Y alguna patata también.
Antes de ponerme en camino sorprendí el baile de las caderas ante el fregadero y un calor especial envolvió cuanto me rodeaba, como si lo que había visto a mi llegada hubiera sido borrado de un plumazo por algún sortilegio. Un caldero de zinc localizado en el cobertizo serviría para transportar el alimento. Aliviada la gran tomatera del peso acuciante de sus frutos, el olor penetrante del alimento invadió el aire.
Desde el horizonte llegó un eco menos natural que se propagó por los montes siguiendo las líneas quebradas de las cumbres, como una amenaza remota que no dejaba nunca de estar presente. Presté atención a los ecos sin poder identificar nada conocido. Volví a la casa. Una profusa mata de hojas de menta acababa de nacer en una pequeña maceta alojada en la ventana, abierta de par en par. El ruido de cacharros había cesado y el perfume llegaba traído por alguna racha de viento.


Dejé el caldero con todo su contenido en un rincón de la cocina y salí mientras al fondo del pasillo el agua cantaba en algún recipiente. Algo parecía haber borrado el pasado reciente.
La luz empezaba a declinar cuando la ventana del almacén volvió a ocupar la posición que siempre había ocupado. El sol y la lluvia gustan de luchar cuerpo a cuerpo con la madera seca, y a fuerza de voluntad y perseverancia suelan ganar la batalla. Nada que no pueda arreglar un simple tirafondos colocado en el lugar adecuado con la energía suficiente.
Olía a verdura y a tocino y no había manera de aplazar más la atención al estómago. Empujé la puerta de la casa, ahora entornada, hasta entrar en la sala. Todo había cambiado. Las hojas de menta descansaban en medio de la mesa y la madera dejaba ver ya sus hebras onduladas y sufridas. Bajo la pota crepitaban las llamas de la leña que se consumía, obligando al vapor a escapar de mala gana por las juntas, sembrando el ambiente de una promesa que hacía nacer saliva en la boca, involuntariamente.
Salió Lola de la habitación, componiendo el pelo en un moño alto tras la cabeza. Vestía una camisa amplia, blanca y bajo ella un vestido plisado adornado con flores y hojitas verdes diminutas. Bajo el vestido, medias blancas también y unas zapatillas gastadas por el uso, pero de aspecto aún digno. Me descubrí en medio de la sala ante la mesa, con los brazos caídos sin saber qué hacer. Ella tomó las riendas de la situación.
- Vamos, ¿qué haces ahí de pie?
Mientras me acomodaba, se dirigió al chinero y sacó un par de platos. Vi los vasos al otro lado del vetusto mueble y me incorporé para colaborar mínimamente. Sonó de nuevo su voz cantarina, aún con un poso de timidez.
- El vino está ahí abajo.
Extraje una botella de cristal verde, mediada de vino y regresé a la mesa. Ella volvía también con unos trozos de pan oscuro. Nos acomodamos mientras examinaba de nuevo sus marcadas ojeras y el perfil afilado de sus facciones alrededor de los pómulos y la nariz.
- Será plato único.
- Bien.
Comimos en silencio, observándonos de hito en hito una vez que el aguijón del hambre fue aliviado por los primeros bocados. No había carne entre los alimentos, pero la verdura y los garbanzos sabían a verdadera gloria. Me pregunté por qué había pedido los tomates y deduje que lo que en realidad había reclamado era tiempo. Observé como limpiaba los restos del plato con el pan y pregunté para complacerla.
- ¿Quieres más?
Asintió sin hablar, con una tímida sonrisa asomando a la boca. Admiré el contorno de sus labios y el perfil ahora marcado de la mandíbula. Serví los dos platos y me acomodé de nuevo. Transcurridos unos minutos rellenó los vasos de nuevo y continuamos disfrutando del alimento en un silencio que aún no era exactamente confortable.
Volvió a echar mano de la botella otra vez cuando estábamos ya a punto de terminar. Con el dedo índice impedí que el líquido siguiera brotando y entonces su rostro se ensombreció repentinamente. Dejó descansar la botella de nuevo sobre la mesa, con tanto cuidado que no llegó a emitir el más mínimo sonido. La cuchara fue abandonada sobre el perfil del plato y la mano quedó reposando inerme sobre el mantel.
No pude reprimir el impulso de cubrirla con la mía. Hay momentos en que las palabras son lo más inútil a lo que se puede acudir, y el la piel la que mejor transmite no sólo lo que se piensa, sino también lo que se siente.
Cerró los ojos un instante, mientras algo me galopaba dentro del pecho, y luego dejó reposar la vista en los dedos que cubrían los suyos, paralizados en un primer momento, curiosos después, acariciando el contorno de aquellos huesos largos y magros. Gotitas saladas comenzaron a mojar la camisa cuando su mano cubrió la mía y entre los platos y los mínimos objetos que cubrían la mesa nos entregamos a un abrazo que no podía ser en aquel mínimo espacio.
Cuando llevó los dedos a la boca descubrí horrorizado los restos de suciedad por todas partes y maldije mi falta de atención.
- Estoy hecho un asco, Lola.
Se levantó y me tomó de la mano guiándome hasta el fondo del pasillo. Tras la puerta asomó el perfil del lavabo y el pequeño lavadero que aún recordaba. Sobre el váter había una tina con agua en la que sumergió los dedos de la mano.
- Aún está caliente. Vamos, quítate la ropa.
Mientras me desnudaba venciendo el ataque inexplicable de la timidez, abandonó la pieza y volvió con una toalla y una pequeña banqueta en la que se sentó. No paraba de dar órdenes.
- Venga, métete dentro.
Elevé las piernas sobre las paredes del pequeño lavadero, con las manos absurdamente empecinadas en defender la entrepierna. Me echó la toalla sobre los hombros y después se inclinó hacia un rincón y tomó una pastilla de jabón de color amarillento y una esponja.
La dejé hacer intentando vaciar la mente de cualquier tipo de pensamiento, pero en un momento dado no sólo la esponja, sino sus manos tomaron contacto con la piel. Sentí que la sangre se concentraba en un determinado punto y me entró un pánico que se esfumó en cuanto brotó su risa. La esponja viajaba piernas abajo con energía y de vez en cuando hacía una parada en el lavabo para un breve aclarado.


Su mano izquierda buscaba de nuevo un apoyo en mis piernas y el efecto de la concentración sanguínea se repetía si cabe con más fuerza. Brotó de nuevo su risa como una catarata y terminé por contagiarme. Los dos dejamos de reír cuando la esponja acarició la piel justo donde la sangre palpitaba.
Cuando abrí de nuevo los ojos, sonreía, admirando la exhibición del miembro desplegado como una vela en una tempestad. Atrajo una de mis piernas hasta encima de una de las paredes del lavadero y dejó circular la esponja por los rincones más íntimos de mi temblorosa geografía. Luego se incorporó, retiró la toalla de mis hombros y recorrió el perfil de mis carnes magras, desde las manos hasta las mismas orejas.
- Agáchate.
El jabón reinó entre los cabellos, abundantes y poco dados a obedecer. Luego me obligó a dar la vuelta y lo hizo correr por la espalda y las nalgas. Un nuevo giro y allí estaba de nuevo su sonrisa. La vela volvió a desplegarse en cuanto la miró. Entonces se incorporó y abandonó la esponja en una esquina del lavabo. Y mientras una de sus manos acariciaba las carnes escasas del estómago, la otra recorría el perfil mismo del deseo demorándose en sus idas y venidas.
Miré su pecho redondo y colmado, codiciándolo, y su risa murió lentamente para transformarse en una mata de fresas luminosas y húmedas. Aquellos dedos largos hurgaron entre los botones y la piel blanca apareció despacio y ya después fue parte de otros dedos que la recorrían seguros de una dulce victoria. Quise su boca y la tomé, desesperado primero y más lentamente después, saboreando el contorno de los dientes duros y la lengua roja y enloquecida.
La tensa redondez del vientre nació en las manos sorprendidas sugiriendo una búsqueda aún más íntima y como adivinando mis deseos la ropa se fue al suelo emitiendo un ruidito suave.


Las caderas de una mujer son un destino inevitable, siempre presentido, al que no se puede renunciar jamás. Los dedos adivinaron sus caminos rebuscando en cada recodo hasta encontrar una buena fuente. Las manos se rozaban en sus búsquedas acometiendo despacio la tibia tarea del deseo, cada vez más ávidas, más urgentes, hasta que de las bocas brotó un lamento largo y febril que fue muriendo despacito mientras los labios recorrían la piel ya saciada y fueron las miradas las que buscaron en los ojos del otro acaso las preguntas, los minutos o las razones que ahora hacían de la vida algo distinto, mágico, nutriente y necesario como el aire.
Me temblaban las piernas cuando se apartó suavemente y se enjuagó las manos en el lavabo. No podía dejar de observarla. Rebuscó en una repisa, al lado del espejo y con una toallita menuda limpió dos pequeñas corrientes de gotitas blancas que corrían por uno de sus muslos. Dictó una orden de nuevo.
- Agáchate, vamos.
El agua que quedaba en el recipiente de cinz se me vino encima. El tacto amoroso de la toalla se hizo presente cuando contemplaba sus movimientos automáticos mientras alzaba de nuevo las ropas. Tenía un brillo triste en la mirada y la boca relajada en una sonrisa quizás esperada demasiado tiempo. Me preguntaba si era el culpable de aquella tristeza. Hice un gesto dubitativo con la cabeza que ella respondió con una mirada inquisitiva, sin entender.
- ¿Es necesario que te vistas de nuevo?
No contestó. Me contempló mientras retiraba de la piel los últimos rastros de humedad. Salimos de la pequeña pieza abrazados y entramos en la habitación, donde su vestido cayó de nuevo sobre las maderas viejas. Hacía frío, y combatirlo debajo de la ropa de la cama era lo ideal para un combate de besos y miradas que el dios del sueño hubo de presenciar con envidia. Los dos nos rendimos a su reinado en cuando ella me dio la espalda y encajó sus caderas sobre mi vientre.
La luz entró muy temprano en la habitación al día siguiente. Apenas llegué a percibir el sonido de sus pasos sobre la madera y el leve murmullo de las contraventanas al cerrarse. Cuando desperté de nuevo sus ojos recorrían los caminos de mi rostro apenas consciente aún de la nueva mañana. Tenía una sonrisa pícara en la mirada y una de sus manos recorría la piel delicadamente.
- Ya no recordaba que sueles despertarte siguiendo reglas extrañas.
No entendí lo que insinuaba hasta que la caricia bajó entre las piernas y descubrió una parte de mí, rígida y tumefacta. Un pequeño movimiento facilitó el contacto mientras las bocas se buscaban y se entregaban demoradamente. El olor de su piel identificaba de una forma sublime los recuerdos y llenaba por completo la habitación. Entre juegos y caricias interminables, su cuerpo terminó por elevarse sobre el mío y quise disfrutar de su calor interior. Su expresión cambió y el gesto de duda me detuvo.
- No sé si debemos. Estoy muy avanzada.
- No veo por qué no... Dime si te molesta.
Sus movimientos rítmicos cada vez más frecuentes desmintieron cualquier temor. Me dejé seducir por las ondas de calor que llegaban desde su interior, abrazándome dulce y enérgicamente. Un eco vago recorrió los montes apenas un instante antes de que el delirio nos inundara y una corriente invencible avanzara por entre los misterios de la piel convirtiéndonos en el mismo fuego consumido.
Después los labios recorrieron las bocas, las mejillas y los ojos semiabiertos, hasta que el peso de un cuerpo descansó satisfecho en el abrazo del otro.


Entonces aquel rumor de los montes llegó de nuevo, más claro y nítido. Mientras permanecía atento ella no se movía. Hasta que por fin regresó a su parte de la cama, suspiró prolongadamente y habló con un deje claro de hastío.
- Cañones. Son cañones.
Aquella declaración tardó un tiempo en hacérseme comprensible, más por el tono en que fue hecha que por su contenido en sí.
- ¿Cómo sabes tú eso?
- Porque me lo han contado.
Seguía aquel rictus de amargura en su boca cerrada y en los ojos que iban con rapidez de una a otra esquina del techo.
- ¿Te lo han contado?
- Alguien me trae comida de cuando en cuando. Y me cuenta cosas que pasan por ahí abajo.
- ¿Y puedo saber qué cosas son esas?
- ¿Te interesan tanto?
La voz había subido de tono inconscientemente, y en la mirada brillaba una chispa de ira que no podía disimular. Intenté adivinar la razón de aquella cólera, antes de seguir preguntando, pero entonces ella se echó de la cama y enfundándose la ropa de cualquier manera, desapareció de la vista.
Dos sentimientos se hacían hueco en mi interior. Uno de tristeza, porque aquella ira mostraba claramente que la dulzura que acabábamos de disfrutar no era lo único que nos habitaba y otro de peligro, claro y acechante. De ninguna manera se podía ocultar la realidad que nos rodeaba. En uno u otro momento tenía que salir a la luz porque estaba allí. En cualquier esquina.
El aire que rodeaba la cama estaba frío y su caricia hizo nacer un estremecimiento en la piel expuesta después de la cálida noche en el refugio de una cama caliente.


Lola iba y venía en la sala de al lado, dejando en el aire los rumores domésticos de cualquier almuerzo. Salí de la habitación a tiempo de apreciar su expresión sombría y un rastro como de resentimiento alrededor de la boca. Decidí preguntar directamente.
- ¿Se puede saber qué te pasa?
- No me pasa nada.
Todo en ella demostraba lo contrario. Recogió un chal de una vieja percha de madera, se lo echó sobre los hombros y salió después de hacer una seca declaración.
- Ahí te queda algo de comer.
La puerta liberó un ligero quejido cuando se abrió y luego otro de vuelta, cuando el primitivo mecanismo de cierre cumplió con su cometido. Una niebla espesa danzaba entre los árboles, al otro lado de los cristales de la ventana. Se echaba de menos el calor de la cocina, pero el hambre reclamaba satisfacción. Sobre la mesa, en un plato de color marfileño ajado ya por el paso del tiempo, había un par de trozos de pan, algo de membrillo y un poco de queso.
Mientras daba cuenta del queso pensé en lo que podría pasar por la cabeza de aquella mujer. Me recorría una cierta sensación de hastío, como si aquellas reacciones suyas hubieran finalmente traspasado el límite de lo que me parecía razonable. Estaba muy disgustado. El recuerdo de los ecos de la artillería precipitó la decisión de partir de nuevo.
Sin embargo, mientras me alejaba me iba dando cuenta con toda claridad de sus razones. Entre sus desprecios más recientes y su manera de entregarse había algo incomprensible, irremediable, y una manera de aferrarse a la vida que despertaba admiración si uno era capaz de ponerse en su piel.
No había posibilidad alguna de culparla por no entender algo que era en sí incomprensible.


Quizás tenía razón y era más coherente quedarse con ella en aquel rincón hasta que la fortuna decretara la última hora después de haber disfrutado de un período de felicidad razonable. Me pregunté cuál era el destino final de mi huida y qué posibilidades tenía de llegar a algún sitio, o siquiera a alguna conclusión razonable. Y no hallé respuesta, porque no la había.
Una congoja especial había encontrado hueco en algún sitio del alma cuando miré hacia atrás y vi la casa envuelta en las nieblas frías de la mañana apenas nacida. Temí que volviera a la desesperación que la había llevado a la dulce zozobra del alcohol y la sola imagen de su cuerpo envuelto en ropas sucias, abandonado al sueño invencible de la autodestrucción me revolvió las tripas e hizo nacer en el recuerdo el olor pestilente del abandono.
Por más que me prometiera permanecer por los alrededores, sabía que era imposible dadas las circunstancias. Cualquier leve cambio en las circunstancias podía mantenerme apartado de aquel lugar durante semanas e incluso meses.
Me detuve a repasar la situación en aquel preciso minuto de la vida. Dadas las circunstancias en que había salido de aquel casi hogar, ni una mísera semilla que echarse a la boca en el bolsillo. Dinero, apenas. Estado de ánimo, lamentable. La munición en niveles mínimos y gracias que no había habido sobresaltos. Calculaba mentalmente las distancias a las dos cuevas que se hallaban a mitad de camino a Sotelo cuando otra posibilidad se abrió paso.
Quizás en Páramo las cosas estuvieran más tranquilas. Las curiosas capacidades de Merche hicieron nacer en el recuerdo una sonrisa que apenas contribuyó a aliviar la tensión interior. Sus facciones se habían desdibujado en la memoria con el paso del tiempo.


No había ninguna razón real, ni ninguna información que recomendara aquel movimiento, más allá de una sensación de peligro cierto en las cercanías de Sotelo, que quizás fuera también injustificado. Pero no... la sensación estaba más que justificada fuera para donde fuera. Sólo había una ventaja: estaba más cerca de Lola y eso hacía que la sensación de remordimiento que el abandono había dejado se mitigara en cierto grado.
Sentí un súbito deseo de volver hacia la casa y comunicárselo. Convencerla de que era lo mejor para los dos, hacerla entrar en razón. Después, la sola imagen de su desesperación borró cualquier rastro de esperanza. Sólo había una manera de convencerla y era permanecer a su lado. Todo terminaba en aquella imperiosa e irreductible necesidad.
Había algo sombrío en las nubes bajas de la mañana. Un algo absurdo y desangelado en su manera de descender hacia los bosques y desaparecer entre los árboles mientras otras nubes ascendían ocultando la luz del astro que albergaba un calor tan necesario. Volví sobre mis pasos escudriñando el horizonte. Sólo una vez había ido a Páramo y nada podía garantizar que encontrara el camino tan fácilmente.
De repente todas las dificultades decidieron reunirse y hacer valer toda su fuerza en algún rincón de la conciencia. El peso abrumador de tantos obstáculos me hizo trastabillar hasta encontrar un punto de apoyo que apenas sirvió para evitar que cayera en tierra.
Súbitamente me había transformado en un insecto minúsculo a merced de un bosque infinito de problemas, disyuntivas sin resolver y amenazas próximas a materializarse. Una terrible sensación de soledad se abrió paso por misteriosos caminos y la necesidad de conjurarla se hizo inaplazable.


Dos silenciosos requerillos manaban mejillas abajo, silenciosos pero incontenibles cuando enfilé de nuevo el camino a la casa que acababa de abandonar, como si no hubiera otro paraíso. Un crío de apenas meses no necesitaría tanto un abrazo. La solo posibilidad de borrar del rostro de aquella mujer aquella terrible expresión de desesperación incurable me llenaba el alma de alegría.
Mientras un pie se adelantaba torpemente al otro, la mente buscaba razones para aceptar cualquier cosa que ella pudiera proponer. Ella era el destino de la huída, porque no había otro destino posible. Sólo quedaba el miedo de que no quisiera volver atrás, de que hubiera levantado una muralla final y definitiva.
Súbitamente creí oír algunas voces y el instinto comenzó a situar de nuevo las cosas en su sitio. El oído atento, el paso firme, el arma lista por si las moscas. Después el silencio me sugirió que todo era fruto de un mal momento, una crisis de ansiedad de la que surgían miedos irreales y voces más irreales aún.
Analizar de nuevo la situación, con calma y sin olvidar nada importante. Volvía hacia la casa. ¿Por qué? ¿Solucionaba algo volver a la casa? ¡No puedes permanecer ahí cobijado en sus dulces brazos como si no pasara nada! De repente era obvio. ¿Qué hacía entonces avanzando hacia allí?
Detuve mis pasos. Y entonces, otra vez las voces, más reales ahora, más próximas. Una risa de vencedor. Y un "pac". Sólo uno. Las piernas se proyectaron hacia adelante como poseídas de una vida independiente, al tiempo que un horrible presentimiento cobraba forma y llenaba el alma de una angustia infinita. La carrera agotó pronto el aire que llegaba a los pulmones y los músculos se negaron al esfuerzo desmedido dando con mis huesos en tierra.


La pistola salió despedida y se precipitó por una pequeña vaguada obligando a otro esfuerzo suplementario.
Al llegar a la casa, la puerta estaba abierta. Volé por el patio sin preocuparme de las posibles presencias en los alrededores y penetré en el espacio en silencio llevándome por delante una de las sillas que reposaban alrededor de la mesa. El olor a pólvora en el aire no dejaba lugar a dudas.
Con los ojos abiertos por el presentimiento de algo insufrible empujé suavemente la puerta de la habitación, ahora entornada. Una pequeña corriente escarlata resbalaba desde debajo del seno izquierdo de la mujer, mojando la cama despacio mientras el cuerpo, completamente desnudo, registraba una leve y continua convulsión. Me reconoció cuando la alcé hasta lo más alto de mi boca, que buscaba el milagro entregando besos por cientos, miles, millones.
Oí una débil protesta y la miré tan hondo que no sabía bien lo que veía. Entonces su sonrisa nació, poco a poco, y cesó la convulsión. Sonreí también, como si fuera lo único que pudiera entenderse en un mundo tan ruin y desalmado. Después su sonrisa fue relajándose y sus ojos dejaron de mirarme y quedaron fijos en un mundo que no estaba allí.
Recorrí su piel hasta tropezar vientre abajo con algo pegajoso que quedó suspendido de los dedos, paralizados en el aire febril. Sonó la risa afuera, más próxima que lejana y algo inhumano creció dentro, frío como el hielo e inexorable como el fin de los días. Avanzar monte arriba, con algo helado y corrosivo fluyendo por las venas, en la respiración, por las extremidades. Parecían contentos y estaban felices de poder demostrarlo.
No dejaban de hablar y de reír con aire teatral. Apareció el sendero y sus siluetas recortadas contra la claridad del día. Seguirles era un juego de niños y almacenar aquello que crecía dentro como un tumor incontenible, un placer.


Reparé de nuevo en el líquido viscoso que llevaba pegado a los dedos de la mano derecha. La restregué sobre una corteza de pino y me detuve a contemplar fríamente el sendero que conducía hasta el jeep detenido más abajo, a la sombra de un pino viejo, mientras caminaban campo a través con aire de triunfadores.
Monte abajo alcancé una revuelta del camino. A su derecha el terreno ascendía en un agudo terraplén. A la izquierda una pendiente sobre la que crecían algunos pinos viejos. Apostado tras el más grueso esperé.
De pronto se me ocurrió que pudieran ir en la dirección contraria y el hecho de que pudieran desaparecer sin más se convirtió en una presión insoportable. A punto de echar a correr en su dirección comenzó a oírse el zumbido del motor creciendo en la distancia y aquello helado circuló por cada rincón del cuerpo como la lluvia después de una sequía infinita. El sol proyectaba la sombra del jeep en la arena de la pista ante mis pies cuando salí de detrás del grueso pino y me situé en su trayectoria.
El paliducho que conducía giró el volante en un gesto involuntario que lanzó al vehículo sobre el terraplén de la derecha, haciéndolo ascender primero y descender después de girar en el aire. Uno de los tipos tuvo la agilidad suficiente para evitar la caída del coche sobre su cuerpo, pero lo hizo a costa de no ver lo que ocurría detrás.
Sentí el golpe de la bala en su espalda como una prolongación de la sacudida del arma y un gran placer. Los otros tres rodaron encogidos hasta la cuneta después de el jeep los aplastara antes de recuperar la vertical entre un estrépito de chapas y cristales reventados. Cuando terminé, recordé las palabras de aquella mujer que me había recomendado no ceder a lo que ella llamaba "locura sanguinaria". No tenía razón.
Una extraña sensación se iba instalando dentro, poco a poco, como el agua que cae de la niebla en los días más fríos del invierno. Contemplé los cuerpos desmadejados aquí y allá. Los correajes y los uniformes, con poco uso y mucha utilidad. Busqué uno de mi talla. Me felicité cínicamente por haberle disparado en la cabeza y sustituí la ropa que llevaba por la del desgraciado.
Después liberé las ruedas del jeep de las chapas retorcidas y me limité a conducir. El destino se iba abriendo tras cada curva sin que el hecho de no saber lo que habría de aparecer me molestara lo más mínimo. A punto de llegar a un pequeño puente dos sombras se hicieron presentes a ambos lados de la carretera ocupando el centro del camino. Las armas apuntaron en mi dirección.
La forma en que después se levantaron me recordó mi nueva condición de uniformado. Observé los galones del más viejo sin percatarme bien de lo que significaban.
- ¿No sabes saludar?
Parecía muy preocupado y no me dio tiempo a contestar ni a reaccionar de manera alguna. En tono de reprimenda formuló una nueva pregunta.
- ¿No has oído disparos por ahí arriba?
- Los he oído, pero llevo un mensaje urgente para el puesto de Vega.
- Tira, mamón.
Iba a aplicar el pie de nuevo sobre el acelerador cuando el tipo soltó otra voz destemplada.
- ¡Espera!
Por el retrovisor vi que husmeaba en la parte de atrás del jeep y me dispuse para la batalla recordando las mil marcas recientes que exhibía toda la chapa.
- ¿Llevas algo de comida?
- No. Lo siento.
- Lárgate. Y a ver si cuidas un poco más el coche, que no es tuyo, cabrón.
Cuando me dio la espalda aceleré con suavidad. El otro tipo me siguió con una mueca de desconfianza en la mirada. Mientras miraba hacia adelante contemplé la piel de las manos, instaladas sobre el volante con toda normalidad, como si el peligro fuera algo pasado. El corazón no galopaba como antes. Parecía acostumbrado a una sensación de fatalidad que se hacía dueña del interior, poco a poco, inexorablemente. Somos lo que hacemos. Y como lo hacemos. Ni recordaba las caras de aquellos cuatro que quedaban arriban, en las cunetas, con el gesto de asombro que acompaña a la hora final.
 




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