sábado, 7 de agosto de 2010

Cap. XX


E
l frío acuciaba cuando las luces del alba comenzaron a colarse por las minúsculas rendijas del techo. El silencio de la noche seguía mandando en el exterior y apenas algún ladrido lejano anunciaba el día. Pocas veces se ha explicado la razón del intenso placer que se experimenta llevando el cuerpo de un lado a otro de la cama, cuando aún la decisión de levantarse no ha sido tomada.
Quizás no exista o sea completamente innecesario contar lo que todo el mundo sabe. Incorporado al fin, comprobé que las nubes altas habían dado la alternativa al sol de días pasados. No parecía haber en el local nada que permitiera siquiera un ligero aseo. Metí un trozo de queso en la boca y tras éste otro de un pan oscuro y consistente. Una vez apagado el hambre de alguna manera, y después de comprobar que nadie curioseaba en el exterior, se impuso la tarea de desentrañar los secretos de la bodega.
La luz del candil reveló la presencia de un grifo enmohecido del que brotaba una mínima corriente de agua que serpenteaba por una estrecho conducto pegado a la pared para terminar su curso en un pequeño depósito que alguien había dispuesto en el sitio justo para almacenar el líquido cantarín.
El tonel, de un tamaño importante, se encontraba en la esquina más lejana, encajado entre la pared y dos gruesas cuñas que impedían que se moviera. Con ayuda de un pequeño rastrillo examiné el espacio entre las cuñas debajo de las maderas teñidas de ocre por efecto del polvo y la humedad. La tierra estaba increíblemente dura y no había rastro de la trampilla que el hombre había mencionado. Era lógico no dejarla en el sitio más evidente, lo cual sugería de inmediato la zona más próxima a la pared.

Los dientes del rastrillo engancharon inmediatamente el perfil de una tapa de madera que ascendió haciendo que se deslizara la capa de tierra que la cubría. Pequeños escalones escarbados directamente en la tierra se adentraban en las entrañas de un pasaje angosto y casi claustrofóbico por el que sin embargo se podía avanzar casi completamente erguido.
El túnel se adentraba en la oscuridad siguiendo un curso caprichoso que seguramente venía marcado por la dureza de la roca granítica, aunque en determinados tramos no se veía más que el rastro rojizo de la arcilla y la altura del paso era más escasa. En esas zonas surgían raíces casi poseídas de vida, con formas extrañas y un color blanquecino espectral.
La travesía se hacía larga y los tramos más angostos acentuaban la fatiga creciente. El silencio reinaba de una manera extraña, absoluta, como si no existiera otra cosa. Hasta que un rumor continuo se filtró en un recodo. El río debía estar próximo. Al cabo de un rato, una luz lejana anunció el fin de la aventura.
La luz blanca multiplicada por las nubes lejanas llenó poco a poco el espacio de salida del túnel, obstruido por restos diversos y una masa vegetal que tamizaba la escena en tonos verdes. El rumor del río llegó claro, aliviando la sensación claustrofóbica que el silencio agudizaba. Costó trabajo salir al exterior, pero aquello tenía la valiosa contrapartida de que el agujero era prácticamente invisible.
Los efectos de la corriente del río se manifestaban claramente. Un pequeño promontorio hasta el que llegaban los cantos rodados arrastrados por el río se levantaba enfrente, tras el los restos de un camino carretero. Ni rastro de presencia humana, edificaciones o puentes. Todo indicaba que el río registraba crecidas importantes y era muy probable que llegara a inundar parcialmente el pasaje que conducía al nuevo refugio.
El resto de la mañana fue empleado en adecentar someramente el local, sin muchas exquisiteces y asearse con tranquilidad. Un mansa llovizna levantaba aromas dormidos en las hierbas. Cuando la luz del sol parecía estar en lo más alto, la cocina reclamó un examen más atento. Tenía una gruesa barra dorada a lo largo de la chapa pare evitar el contacto con el hierro una vez caliente, y un pequeño artefacto metálico colgado en el extremo, con la punta doblada y ennegrecida.
Retiré las arandelas que tapaban el fogón, hurgando enérgicamente hasta que los restos cayeron al pequeño depósito de abajo, que hubo de ser limpiado. Si aquello funcionaba bien podría tener hasta la compañía del calor en las noches frías, lo cual suponía un avance más que importante, por más que el lujo hubiera de limitarse a las noches. Al lado de la leña había un montón de periódicos viejos en el que destacaba en letra negra el rótulo de "El Bierzo".
Arderían bien y para comprobar si el tiro funcionaba adecuadamente sería más que suficiente. Apenas comenzaron a crepitar bajo las chapas de la vieja cocina, salí afuera. La estrecha chimenea dejó salir una pequeña humareda blanca que no duró más allá de unos pocos segundos. Un par de vasos de vino acompañaron después una comida austera hasta el extremo y cuando un cierto sopor amenazaba con hacerse con el control, me puse de nuevo en marcha.
No había nadie en los caminos, quizás porque el frío comenzaba a mostrar sus poderes y la proximidad del río incrementaba más la sensación. La casi invisible lluvia había cesado después de dejar un rastro húmedo en las sendas y un olor a loza recién lavada.
Superada la cumbre de la cuesta, la casa de Damián apareció a la vista, con la puerta entreabierta y la chimenea liberando una cortinilla de humo que la brisa zarandeaba a uno y otro lado. Después de golpear la puerta brevemente con los nudillos, entré. No había nadie a la vista.
- ¿Damián?
Se entreabrió brevemente una puerta al fondo de la estancia sin que el hombre respondiera. Estaba sentado en la taza del váter con una mirada curiosa que la puerta ocultó cuando cerró de nuevo. Sobre la mesa permanecían un plato con restos de lentejas, el extremo rojizo de un chorizo, y un vaso de vino mediado todavía.
Me arriesgué a que otro vaso le hiciera compañía, mientras dejaba descansar el peso del cuerpo en una silla de madera de aspecto recio. El líquido cayó espeso dentro del vaso de cristal produciendo un eco de fuente, justo en el momento en que él salía del baño ajustándose aún el cinturón.
- Así me gusta, hombre...
- Disculpa la confianza.
Mientras se acercaba a la mesa, observé con cuidado su expresión. Tenía las ojeras acentuadas pero no parecía muy afectado por el incidente del día anterior. Señalé el lugar donde había brotado el hematoma y pregunté.
- ¿Cómo va?
- Negro, que es como tiene que ir. No tienes que preocuparte, que ya he salido de otras peores.
Cambiamos algunos comentarios intrascendentes que sirvieron para verificar que su estado de ánimo seguía razonablemente bien. Poco después estaba de nuevo en la calle, decidido a hurgar en la existencia aparentemente tranquila de la ciudad. Los escaparates que rara vez llamaban mi atención aconsejaban ahora una visita de cuando en cuando para que la condición de pacífico ciudadano que había adoptado tuviera cierta verosimilitud. No todos los comercios abrían sus puertas con normalidad.

Algunos productos habían adquirido la condición de artículos de lujo y no atraían más que a la gente sobrada de recursos. En las tiendas de alimentación siempre había alguna visita, pero la afluencia de otros tiempos parecía cosa del pasado. Dos señoras de porte distinguido cruzaron la calle con el cuello de los abrigos levantado. El aire dejaba un rastro frío en la piel, pero no molestaba. Quizás tanto monte había dado lugar a algunos cambios en el modo en que el cuerpo se relacionaba con el entorno.
Al doblar una esquina en una de aquellas calles que mostraban al final la plaza de Las Eras, un grupo de gente se destacó en la atmósfera cenicienta de la tarde. Había camisas azules y algún uniforme entre la masa, y una bandera rojigualda colgando desmañadamente de un balcón. Enfrente de donde me encontraba, un par de paisanos contemplaban la pequeña concentración con gesto difícil de interpretar.
En el bar de al lado, el rumor de las partidas de cartas llegaba a la calle como con timidez. Continué caminando con la atención puesta en los dos puntos y examinando el interior del bar. No había mucha gente, todos hombres con aspecto de ganarse la vida en el campo. Levantaron la vista cuando entré.
El piso de madera hacía sonar los zapatos con cierta teatralidad. Me acomodé en un taburete desde el que se dominaba la calle. Qué va a ser, dijo desde detrás del mostrador un hombre entrado ya en años, de esos que gustan de conservar sobre la lisa calva algún grupo de pelos que trasladan desde una oreja a la otra y que milagrosamente nunca se salen de su sitio. Desde el aparato de radio, la voz de un cantante inundaba el espacio con un aire orgulloso.
Barrio, barrio, que tenés el alma inquieta de un gorrión sentimental... Llamaba la atención aquella curiosa declaración.

Algunos de los acodados en la barra acompañaban la tonadilla del aparato de radio con los labios cuando no tenían conversación de sus acompañantes. En una de las mesas del fondo alguien levantaba la voz recriminando al compañero alguna mala jugada. Seguía notando como mi presencia atraía las miradas. Cuando empezaron a hacerse molestas, pagué y marché sin despedirme.
El grupo seguía concentrado bajo la bandera. Un tipo de uniforme les hablaba desde la altura de un par de escalones. Alguien enfiló la calle en mi dirección mientras intentaba identificar alguna palabra del orador. Poco después apareció otro por la acera de enfrente. El que caminaba frente a mí bajó de la acera, me miró, echó la vista después hacia el grupo de atrás y cruzó la calle a media carrera para reunirse con el otro. Continuaron en la misma dirección sin mirarse. Es fácil llamar la atención cuando se pretende justo lo contrario. Decidí seguir sus pasos.
Los rayos del sol caían tras los edificios dejando en el aire de la tarde el anuncio de un día que ha de acabar, como todos. Los dos caminantes desaparecieron de la vista en una décima de segundo, tragados por la tierra. Mantuve la vista en aquel lugar mientras la gente que caminaba delante impedía una visión cabal de aquel rincón.
Después alguien surgió del mismo sitio, se paró al nivel de la calle, extrajo un fósforo y lo aplicó a un cigarrillo antes de echar a andar. Un cierto murmullo de voces se hizo más y más claro a medida que me acercaba. Había una pequeña barandilla metálica pintada de verde y un letrero con fondo blanco sobre el que se había pintado una sola palabra en letras negras. Cantina. La escalera daba acceso a un pequeño patio con un pozo en medio. Al fondo, una puerta de madera pintada de verde, con ventanas del mismo color a ambos lados.

La clientela hablaba con el sonsonete contenido que parecía haberse hecho dueño de todo. Seguí caminando. La tarde tenía el color plomizo de los días de invierno y el frío prometía adueñarse del paisaje sin hacerse esperar. Desde el cruce se divisaban los campos lejanos. Desandando lo andado llegué de nuevo a la cantina y sin más bajé las escaleras de entrada al local.
Algunas caras se volvieron mientras me acomodaba en una esquina del mostrador y pedía un vaso de vino. Apenas lo había llevado a los labios cuando entraron dos hombre con expresión de urgencia en la mirada. Se dirigieron al fondo del local situándose a ambos lados de un tipo de mirada dura y pelo rizado, crespo, que permanecía concentrado en las fichas de dominó que sostenía en las manos. Las patas de algunas sillas arrancaron una queja de la madera del suelo al ser arrastradas por quienes se levantaban.
Salió el de pelo rizado mientras uno de sus acompañantes pasaba por la barra a satisfacer su deuda. Quienes habían traído la noticia se fueron tras él y alguno de los presentes pasó a pagar también lo suyo y luego siguió sus pasos. Un nombre se abría paso entre las voces acobardadas. Jerónima. El chaval también. Alguien dejó un juramento en la atmósfera cargada del humo del tabaco.
Un viejo se levantó de su silla y sacó unos billetes del bolsillo del pantalón meneando la cabeza, incrédulo. Poco a poco la gente fue saliendo del local en el que sólo quedaron los más aguerridos de los naipes.
Las monedas cayeron sobre el mostrador llamando la atención del barman, que se cobró lo que le debía y me trajo las vueltas mientras murmuraba algo. Apenas a un paso de la puerta, un pequeño grupo conversaba en voz baja sin poder evitar que el eco de sus palabras llegara débilmente al interior del bar.

Y qué culpa tendría la mujer ni el pobre chaval... La discreción impedía hacer preguntas y los tiempos no estaban para confidencias. Lo más fácil era seguir a los que habían salido. En la calle, un reguerillo de gente se apresuraba y doblaba la esquina indicando el camino a seguir. Se levantó el viento cuando llegaba al final de la calle contigua, desde la que se divisaba la carretera que iba hacia Galicia.
Un enorme plátano servía de punto de reunión a los que marchaban hacia allá. Curiosamente nadie permanecía allí demasiado tiempo, como si algo les invitara a desprenderse repentinamente de la curiosidad. Cuando se retiraron los que acababan de llegar, los cuerpos de una mujer y un crío que no debía sobrepasar los nueve o diez años, se destacaron sobre la tierra ocre.
Aún desmadejada, con la cabeza ladeaba extrañamente sobre el contorno de la cuneta, parecía intentar proteger al chaval, caído de espaldas sobre su pecho.
Jerónima, la mujer de Isaac. El nombre estaba en todas las bocas. Una mujer y un crío, despachados en cualquier cuneta por alguna tenebrosa razón. Issac, el escapado... La breve explicación salió de la boca de una mujer enlutada que hablaba con las vecinas mirando hacia el enorme plátano como hipnotizada. Una represalia o una invitación a la rendición, lo que era de esperar.
Las pocas esperanzas que podían tenerse se desmoronaban cada día que pasaba mientras una rabia sorda se iba acumulando en algún lugar desconocido. Caminé un largo rato sopesando posibilidades, analizando estrategias, sin llegar a ninguna conclusión clara. La casa de Damián quedó atrás, en lo alto de la cuesta. Traspasados aquellos límites, todos los senderos llevaban hacia el río.

La corriente viajaba espesa, parsimoniosamente, produciendo un rumor que hacía recordar quizás la infancia, los juegos infantiles en el agua de Agosto. Algún rayo de sol atravesaba las nubes transformando el lugar en un espacio preñado de tonos dorados donde parecía imposible que nada de todo aquel horror pudiera llegar a ocurrir. La belleza encerrada en el ruin círculo del abuso. El rumor pacífico del río no era suficiente para poner orden en los pensamientos.
Súbitamente, recortándose sobre el fondo grisáceo del cielo al otro lado de la corriente, varias figuras internándose veloces entre la arboleda, seguramente en dirección a la ciudad. La memoria escarbó entre los recuerdos. Estarías más seguro dentro de un grupo... A veces llegaba a torturarme aquella irrefrenable tendencia al aislamiento.
En lo alto de la cuesta, a punta de llegar a la casa de Damián, un silencio sobrecogedor. De las chimeneas salían los acostumbrados penachos de humo que en otros tiempos se asociarían con la tranquilidad pacífica del hogar. Adiviné las conversaciones en voz tenue, las miradas acobardadas, o indignadas, furiosas. De bien poco sirve la furia a falta de planes mejores.
La puerta de Damián estaba cerrada a cal y canto pero la contraventana dejaba escapar un rastro de luz. Extraña tanta precaución en aquel hombre. La madera de la puerta devolvió un eco sordo cuando los nudillos la hicieron sonar. No hubo ningún tipo de reacción.
Ya me disponía a marchar cuando las bisagras anunciaron que el hombre me franqueaba la entrada. Hizo un gesto urgente y volvió a cerrar apenas estuve dentro. Tenía una expresión misteriosa y deambulaba por la sala absurdamente. Un instante después algo cayó sobre algo, ocasionando un ruido metálico imposible de disimular.

Se le dibujó la expresión que nace en el rostro de quien asiste por centésima vez a la travesura de un crío, tras lo cual caminó con aire teatral hacia una puerta y la abrió.
– Ven. Es de confianza.
Se oyó un leve cuchicheo mientras permanecía sujetando la puerta un rato más con aquel gesto de fastidio petrificado en la expresión.
– Si yo digo que es de confianza, es de confianza, cojones.
Se imponía una discreta retirada que inicié con un simple gesto de la mano hasta que la voz del hombre lo prohibió sin margen de discusión.
– Ni se te ocurra volver a abrir esa puerta, que no está el horno para bollos.
De la habitación emergió un hombre fuerte, de barba negra y espesa, con todos los síntomas de no estar de muy buen humor. Se movió por la cocina con el aire de quien conoce bien el lugar hasta hacerse con unos bocados de algo que no llegué a distinguir y se apostó ante la ventana. Iba a dar el primer bocado cuando se dio cuenta de que estaba mirando a la superficie indiferente de la contraventana.
Una vez abierta, hincó el diente en la comida y se quedó mirando hacia el exterior. Damián apagó la vela que ardía en un soporte de madera en la pared, se acomodó en la mesa y me invitó a acompañarle con un gesto. Me interesé por su hematoma mientras del inesperado huésped nacían los sonidos esperados en quien no come a placer desde hace tiempo. Era obligado hablar de la pobre mujer y el chaval.
Se me quedó mirando como quien ve a un fantasma. El huésped detuvo los ruidos mandibulares unos instantes y luego reinició la tarea. Damián meneó la cabeza una y otra vez, incrédulamente y se recostó en el respaldo de la silla con un gesto abatido.

Después se levantó y volvió a la mesa con una botella del vino y dos vasos. Miró al otro comensal un instante, como si olvidara algo, y luego escanció en los vasos el líquido espeso.
– Tenía que pasar un día u otro.
– ¿Tenía que pasar?
El huésped había cobrado vida. Soltó aquella observación y luego una risa amarga que no supimos interpretar. No parecía tener mucho interés en caer simpático, así que seguimos a lo nuestro sin hacerle mucho caso. En un momento dado Damián decidió hablar de mi situación. Expliqué que no era difícil pasar desapercibido entre tanta gente, pero él no parecía muy convencido.
– No creas que son sólo los de azul. La miseria convierte a los tontos en criminales. Te delatarían por un vaso de vino.
– Estoy aquí mejor que en medio del monte. Y no tengo ni idea de donde anda la gente de Camilo.
El huésped miró hacia atrás y esta vez se fijó bien. Cuando me harté de su observación continuada cruzamos las miradas. Se levantó, encendió de nuevo la vela, cerró la contraventana y se acomodó en la mesa sentándose en la silla del revés, con el antebrazo izquierdo apoyado en el respaldo y la otra mano ocupada en liquidar lo que le quedaba de alimento.
– Y cómo es que conoces tú a Camilo...
La proximidad de sus facciones hizo que se encendiera una lucecita en mi cabeza. Enseguida asocié su estatura con uno de aquellos hombres que acompañaban a la partida del asturiano. Él me miraba también como si no le fuera enteramente desconocido.
– Creo que tendrás que imaginarme con otro aspecto.
Repasó cada rasgo con cuidado y asió la botella después de hacerse con un vaso de mediano tamaño que llenó hasta los bordes.
– El de Vega, vaya, vaya... ¿Y cómo te ha ido?
– Podría haberme ido peor. ¿Y vosotros?
No contestó. Cerró los ojos mientras el líquido bajaba por el esófago y la nuez bailaba en la atmósfera espectral creada por la vela en la pared.






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