sábado, 21 de agosto de 2010

Cap. VI


M
i padre se llamaba Manuel, como yo. Y como su padre, que murió joven en las minas, en Fabero. Aquella ausencia le había marcado de una forma dramática. Es difícil saber por qué algunas personas nos resultan tan imprescindibles.
Se casó relativamente mayor con una mujer aún mayor que él. Aquel enlace fue una sorpresa para todos. Se les vio juntos en un par de celebraciones muy próximas en el tiempo y poco después se casaron en la pequeña iglesia de Vega, con poca familia de compañía y sin ningún tipo de celebración. No hubo luna de miel y yo siempre pensé que tampoco hubo noche de bodas.
Había algo en el comportamiento de los dos que me lo decía, aunque Marta, que era quien me contaba todo en las noches largas y frías del invierno, nunca quiso soltar palabra de aquella historia. "Non son cousas túas".
A aquella mujer se la llevó una enfermedad cuando yo tenía 11 años. No entregaron grandes afectos ninguno de los dos, quizás por culpa de aquella extraña relación. Me crié entre tareas no siempre apropiadas a mi edad y aprendí a arreglármelas sin depender de nadie. Su ausencia no me dolió más de lo que sentiría la falta de comida o de calor en aquel clima despiadado. Él si lo acusó. Se volvió aún más taciturno y más insociable, si ello era posible.
Cuando llegué a casa el sonido de la piedra de afilar se hizo presente de nuevo, pero tenía cosas más importantes de que ocuparme. Por un momento estuve tentado de marchar sin decir ni palabra. Pero él apareció de improviso y se quedó mirando fijamente la correa de la escopeta cruzada sobre mi pecho. Mi cara debía ser un poema. Omitiendo los cruentos detalles, le expliqué que tenía que irme. Preguntó a dónde y no supe qué decir.
– Te lo haré saber en cuanto pueda.
Con alguna ropa en la mochila, aquel gastado impermeable y el dinero que quedaba en la mesilla de noche salí al exterior. La silueta asombrada de aquel hombre incomprensible se recortó en el hueco de la puerta contra la luz amarillenta de la cocina. Arranqué sin encender la luz y tomé camino de Villafranca después de colocarme el impermeable contra el pecho y calzarme los guantes de lana.
Apenas coronado el pequeño alto a la salida del pueblo apagué el motor. Los neumáticos necesitaban presión y hacían un ruido exagerado para lo poco que avanzábamos, pero era mejor que atronar el aire con aquel estruendo. Fue una buena idea. Enseguida oí voces y distinguí el haz tímido de alguna linterna. El saberse fuertes no invita a la discreción. Apenas vi el haz de luz rozarme otra vez me eché a la cuneta, extendí el impermeable sobre la máquina y me fundí en la tierra lo mejor que pude. Cuando el camión pasó a mi lado, luego de un buen rato, la noche era casi impenetrable. Sentí que las nubes eran mis únicas amigas. Y el frío me abrazó también con entusiasmo. Fue un consuelo pensar que podría ser peor. Mucho peor.






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