martes, 10 de agosto de 2010

Cap. XVII


S
e encendió una lucecita en el cerebro. La escopeta y los cartuchos. Aquella cueva. Convenía no descuidar aquel tipo de cosas.
Los senderos conocidos se entrecruzaron con otros que no lo eran tanto, devolviéndome poco a poco a la vida real, bien alejada de los quehaceres domésticos y de la calidez entrañable que significa la compañía de una mujer. Un paso tras otro y otro, durante horas, hasta que el sol en lo alto aconsejó deshacerse de algo de ropa.
Todo alrededor era apacible. Apenas se presentó a la vista uno de aquellos picos que el mapa marcaba como los lindes de aquel pequeño mundo, decidí descansar y dar cuenta del pan que me quedaba en los bolsillos. A eso siguió un ligero sueño poblado de recuerdos de piel blanca amenazados por algo intangible pero muy presente.
El fin del sueño coincidió con un vientecillo fresco que arrastraba las nubes sobre las cumbres de los montes, despertando aromas del mundo vegetal y aconsejando seguir la marcha de nuevo. Horas después, cuando la luz parecía dispuesta a claudicar, los perfiles de la cueva se dibujaron contra la incipiente penumbra. Una vez acomodado en el modesto refugio no hubo necesidad de mucho más que atrapar lo que quedaba del día con los sentidos.
Una lucecita hacía señales en algún rincón de la memoria, traviesa y pertinaz, como un vigía consciente de la importancia de su tarea. Los cartuchos. Los dedos tantearon en la bóveda de la cueva hasta que la culata de la escopeta se hizo notar con su tacto seco y rotundo. Los cartuchos estaban envueltos en papel, ni enteramente secos ni tan húmedos como para perder su utilidad.
El día siguiente me sorprendió con la luz ya alta.

Después de buscar algún resto de plástico para envolver cuidadosamente los cartuchos y sin nada que llevarme a la boca, puse rumbo a la choza con el paso vivo. Todo parecía tranquilo hasta que en un momento dado pareció tomar un tono de atmósfera irreal y desconocida.
Las lomas no se parecían a nada, o quizás todas eran iguales, los chopos estaban donde tenían que estar pero no me recordaban ningún sitio conocido y los pinares del fondo parecían sacados de un lienzo mediocre e impersonal. La sensación me pilló por sorpresa, sobrecogiéndome.
Sobre los jirones de niebla superviviente nubes altas y blancas, llenas de una luz molesta que no permitía observar claramente la posición del astro que debía estar más allá. Entre los montes corrían los ecos imposibles de un silencio espectral. Ni un pájaro llamando a su pareja, o denunciando la presencia del intruso.
Demasiado silencio. El olor del pecho blanco de Lola vino a la mente como una llamada de socorro. Sacudí la cabeza para ahuyentar las fantasías y me encogí tras una mata de arbustos, a una cierta distancia del camino.
La nariz se enfriaba rápidamente al succionar el aire del exterior buscando algún rastro en el vacío. Estalló un "pac" lejano, sordo y aislado como un náufrago, mientras cada milímetro de piel, huesos o músculos se ponía en tensión. Más silencio. Un vacío que se parecía mucho a la falta de oxígeno. Luego otro estampido. Pac. Pac. Pac.
Los ecos se multiplicaban ahora facilitando su localización. Ningún movimiento por los alrededores visibles. Comencé una carrera leve, procurando mantener las rodillas próximas al suelo, buscando la dirección de los ecos y un punto desde el que poder observar lo que ocurría. Volvieron a repetirse. Pac, pac, pac.

Luego lo que parecía alguna voz desabrida, apenas distinguida entre las corrientes de aire de los montes. El terreno descendió bruscamente encaminándome hacia un conjunto de rocas de granito desgastado por el agua y los vientos. Los ecos parecían llenarlo todo y estaba claro que los nuestros no disparaban así.
Por entre los pinos se hizo por fin visible la columnita de humo producida por una de aquellas armas, pero el objetivo de la cacería permanecía lejos del alcance de la vista, oculto por los accidentes del terreno. Esta vez la carrera hubo de hacerse cuesta arriba, arrancando jadeos agónicos a punto de culminar la cuesta.
Tumbado en el suelo alcancé las aristas de las rocas y el panorama se dibujó claramente más abajo. Cacería era el nombre más adecuado. Cinco hombres haciendo puntería sin apretar mucho el paso. Ante ellos el objetivo, moviéndose en zigzag en una huída más lenta de lo recomendable. En uno de aquellos cambios de sentido se hicieron patentes los cabellos largos, negros. Parecía muy cansada. Tras ellos un grupo de tres hombres aplicando una brutal paliza a alguien tendido en el suelo.
Las armas se alzaban en el aire y bajaban raudas hasta que la culata encontraba la carne indefensa y luego repetían el movimiento en una especie de paroxismo asesino. Por fin se alzó una leve nube de humo de uno de los rifles y pasados unos segundos llegó el eco. Pac. Aún aplicaron alguna patada al desgraciado antes de sumarse a la batida.
Aprovechando la ira que crecía dentro como una tormenta, ascendí lo que quedaba de subida mientras me hacía una composición de lugar. La liebre no tenía ningún futuro ante aquella pared. La ascensión acabaría enseguida con las pocas fuerzas que le quedaban a juzgar por la lentitud de sus movimientos.

Se detuvo tras un grupo de árboles, seguramente para recuperar el resuello, mientras los de atrás continuaban su marcha sin precipitarse. Uno de ellos levantó la mano y los disparos cesaron. El que iba en cabeza gritó ebrio de mal instinto y brutalidad.
– ¡Vamos a pasarlo bien, cariño!
Los de atrás rieron. Luego arreció una auténtica letanía de obscenidades. Imaginé lo que debía pasar por la cabeza de aquella mujer. Estaba más cerca, mirando desesperada hacia las alturas. Apoyada en un árbol, se hizo con el fusil que llevaba colgado en el hombro, lo cual significaba claramente que iba a plantar cara renunciando a la huída. Desde arriba observé las agudas puntas pizarrosas alineadas a su izquierda y enseguida supe que desde su posición no podía advertir que aquella era su única esperanza.
Volvió a mirar hacia arriba con una expresión de animal acorralado y la boca mostrando los dientes encajados. Abrió mucho los ojos al ver mi mano señalar repetidamente en dirección a aquellas aristas pizarrosas. Su rápida carrera delató lo que vale una nueva esperanza de vida. Parapetada tras las agudas aristas volvió a mirar a mi posición. Descendí unos metros para no ser visto por los perseguidores e hice oscilar la mano abierta en el aire adelante y atrás. Enseguida asomó el fusil por entre las aristas de la pizarra, en posición. Los de abajo se las prometían felices.
– ¡Me la has puesto bien gorda, cariño! ¡Ya voy!
Entre las obscenidades volvió a iniciarse la sucesión de disparos que esta vez no fueron atajados por el que mandaba. Los pinos crecían más apretadamente por donde bajaba tratando de controlar la furia que me ardía en el estómago. Fantasías de sangre invadían la imaginación hasta que la carrera trajo una cierta serenidad.

Parado tras de un árbol mientras contemplaba el cauto avance de aquella partida, reconocí en mi interior a alguien a quien no conocía. Como si una creciente sensación de fatalidad me convirtiera en alguien insensible. También al miedo. No temblaba. No vacilaba. Parecía invadido por una luz tenebrosa, fría y violenta, que guiaba mis pasos y ahuyentaba cualquier sentimiento de culpabilidad. Los sabía cobardes y eso me convertía en invencible. Pero la cautela no estaba de más, me dije mientras oía el primer disparo desde mi derecha. Uno de aquellos gritó y cayó llevándose las manos a la cara.
– ¡Le ha dado la hija de puta!
Una lluvia de balas enfiló su posición haciendo saltar esquirlas de pizarra en todas direcciones. Descendí tan rápido como pude aprovechando que concentraban la atención en la mujer. El que mandaba hizo una señal a los que iban a su derecha, que se desplegaron avanzando en mi dirección. Quien se siente fuerte suele descuidar la defensa.
Avanzaban sin protegerse, casi a pecho descubierto, víctimas de la furia más incontenible. El problema era que a aquel paso pronto íbamos a encontrarnos. Escoger una pieza, oculto entre un grupo de pinos y hacer diana en el imprudente, como en una tómbola de feria. El tipo se llevó las manos al vientre berreando como una res y sorprendiendo a los demás que detuvieron el avance y se pegaron al suelo. Sin duda estaban preguntándose qué pasaba, porque desde la acribillada posición de la mujer era casi imposible disparar.
– ¿Qué hostias ha pasado ahí?
Mientras el tipo se deshacía en un puro grito, ascendí un poco más por la pendiente del pinar para observar detenidamente sus posiciones. Uno de ellos se arrastró hasta el caído y contestó.
– ¡Le han dado al Chulo!
– ¿Quién?
– No lo sé.
Un silencio espeso se extendió poco a poco sobre el monte cubierto de arbustos. El olor a pólvora se adueñó del espacio mientras un vientecillo traspasaba las lomas haciendo silbar las ramas de los pinos. Conté mentalmente. Seis. Transcurrieron los segundos y luego los minutos. Aquella gente seguía pegada al suelo. Nadie daba órdenes y nadie parecía querer arriesgarse a salir ahora que las cosas se habían torcido. Estaban muertos de miedo.
Aquel mensaje irrumpió en mi cabeza sorpresivamente, quizás para darle sentido a lo que quería hacer. Descendí hasta llegar a la planicie, y una vez fuera del cobijo de los pinos, corrí como alma que lleva el diablo hacia los dos más próximos, después de observar que una pequeña elevación del terreno me protegería del fuego de los demás.
Estaba sobrealimentado y tenía el pánico pintado en el rostro cerúleo. Se echó el arma a la cara porque no tuvo la oportunidad de salir corriendo, pero el tembleque era tal que hacía pensar en un enfermo. Estaba a punto de levantar las manos pero no tuvo ocasión. Su compañero, un poco más allá, elevó la cabeza sobre el tronco que lo protegía y apuntó. Las hojas de los arbustos marcaron la trayectoria del proyectil que siseó en el aire unos instantes, mientras los del otro lado vociferaban.
– ¡Chusco, qué pasa ahí!
– ¡Hay un rojo aquí...!
La voz de Chusco no era de las que transmiten confianza. Me descubrí gruñendo como un animal mientras daba un rodeo y me lanzaba corriendo hacia su posición. No me esperó. Inició una carrera deslavazada para reunirse con sus compañeros del otro lado, pero en lo más alto de la elevación que les separaba algo le hizo tambalearse y caer después.

El "pac" característico llegó a mis oídos unas décimas de segundo más tarde, mientras en la posición de la mujer se alzaba una nubecita de humo. La cosa se les estaba complicando. Parapetado en lo más alto del pequeño altozano, y después de comprobar que seguían paralizados, grité como poseído por el diablo.
– ¿Habéis comulgado, fascistas?
Silbó una bala sobre mi cabeza, marcando la posición del que había disparado y luego muchas más. Cuando parecía imposible detener aquel alud de disparos volvió un silencio oscuro, enfermizo y el olor de la pólvora se enseñoreó de todo. Volver a gritar, dejando que la adrenalina pinte el mundo de rojo.
– ¡Es la hora de morir! ¡Vais a morir, cagados!
– ¡Que te jodan, ruso de mierda!
Era la voz del mandamás, pero no hubo nadie que la secundara. Se hizo de nuevo el silencio. Un grupo de aves huyó por el cielo dejando un rastro de abandono. Transcurrieron unos minutos hasta que uno de aquellos sujetos se movió y las zarzas que lo ocultaban fijaron el blanco. Sentí el golpe seco de la culata contra el hombro. Apenas unas hojitas bailaron en el aire y luego una mano reposó para siempre mientras el cuerpo rodaba apenas abandonado a la fuerza de la gravedad.
– ¡Se ha ido al cielo, fascistas.! ¡Rezad por su alma!
Algún tímido disparo respondió a la provocación. Mientras desplazaba la posición hacia la derecha, ocurrió algo que no tenía previsto. Dos de aquellos sujetos se lanzaron hacia la posición de la mujer. Resultaba imposible ayudar dada la distancia. Observé como se acercaban sin que saliera un solo disparo desde las agudas aristas pizarrosas. Se encogió el corazón cuando entraron los dos disparando en la pequeña fortaleza.

Entonces brotaron dos nubecitas desde un punto a la derecha, más elevado. Luego su voz se extendió triunfante y burlona por entre los pinos protectores.
– ¡Esperadme que os voy a enseñar como se llevan los güevos, acojonaos!
Tenía una voz atiplada, broncínea, que me recordaba algo familiar y al tiempo poco agradable. Bajó corriendo hasta nuestra posición desafiando las leyes de la cordura. Cuando buscaba un sitio más alto desde el que cubrirla, las dos liebres que se ocultaban poco más allá se incorporaron y levantaron las manos mirando en todas direcciones. Como no vieron reacción decidieron que era la oportunidad de su vida y pusieron pies en polvorosa.
Con cautela y sin dejarme ver más de lo necesario, busqué una posición más elevada. Desde allí la vi avanzar con el fusil dispuesto a la batalla. Ante nosotros no había más que el rastro de los que corrían en busca de refugio. Habría jurado que olía a excrementos.
Llegó a mi altura cuando estaba examinando la vestimenta por si hubiera alguna herida de la que no me hubiera percatado y efectivamente quedaba un rastro en una de las botas que hacía pensar en una bala. Me miró como quien mira a un miembro de la familia con quien se hubiera enemistado hacía tiempo. Tenía las facciones desencajadas y la mirada triste y furiosa al mismo tiempo. Unas profundas ojeras marcaban los ojos negros y curiosos. Aquella sensación familiar y al tiempo un poco molesta seguía rondando.
– Así que eras tú...
– ¿Nos conocemos?
En lugar de responder miró alrededor con aire desconfiado extrayendo de los bolsillos algo de munición que me entregó silenciosamente.

Debía ser su manera de dar las gracias. Después se le fueron los ojos por la planicie cubierta de monte bajo para terminar mirándome con una expresión aprehensiva. Recordando a su acompañante moví la cabeza de un lado a otro. No pareció impresionarse demasiado. Si acaso asomó a su boca un gesto de profundo cansancio.
Sin pensar lo que hacía pregunté quién era y luego lamenté haber hecho la pregunta. De cualquier forma, no hubo respuesta. Una mirada codiciosa se abrió paso hasta la pistola que llevaba atravesada en la cintura.
Los músculos protestaron doloridos cuando iniciamos la ascensión por entre los pinos. Pequeños signos de alarma nacían aquí y allá, como una huella mental del enfrentamiento difícil de olvidar. Pero poco a poco la vida animal recobró su pulso recordándonos que todo tenía un principio y un final. Ella caminaba delante, ni deprisa ni despacio, con la cabeza erguida y el fusil atento.
En un determinado momento, metió la mano en un bolsillo y extrajo una goma con la que sujetó la larga melena en una coleta que se ondulaba levemente al final. Reconocí inmediatamente a la mujer que abrazaba a Merche después del canje. Era muy suyo aquel gesto desconfiado y la mirada dura y concentrada.
Se detuvo a descansar sin consultar, sentándose en un tronco medio vencido en mitad del mundo de pinos. Cuando menos lo esperaba comenzó a hablar.
– Esto parece más tranquilo.
Apoyado sobre un tronco dejé que el cuerpo resbalar hasta quedar en cuclillas, sin atreverme a decir nada.
– Allá arriba es un infierno.
– ¿Asturias?
Asintió con la cabeza y continuó con su monólogo, transmitiendo la sensación de necesitar desahogarse de algo muy pesado de llevar.
– Tomaron el puerto casi sin oposición mientras la gente pedía armas en las calles. Luego todo fue un caos.
– ¿Y los demás?
– La columna de Camilo no debe andar muy lejos. O lo que queda de ella...
La conversación se mantenía en un tono de voz apenas audible, hasta el punto de que los pájaros y el mismo aire llegaban a impedir la escucha.
– Creo que esto se va a poner muy peligroso. Los que aguantan vienen para estos montes y los otros lo saben. Así que...
Por un momento pareció que estuviera intentando adivinar mis pensamientos. No hubo ninguna reacción especialmente significativa, así que al final tuvo que preguntar directamente.
– ¿Y por aquí?
– Como tú dices, más calmado.
Compuso un gesto de fastidio, como si lamentara dar malas noticias y luego preguntó si me había encontrado con alguna otra partida. Negué con la cabeza mientras me miraba con una expresión entre apesadumbrada y curiosa.
– Se te veía en tu salsa, ahí abajo.
No era admiración lo que dejaba entrever su tono. Más bien un cierto deje de reproche no disimulado.
– Si quieres un consejo, te recomiendo que no te dejes vencer por esa locura sanguinaria.
Quizás notó un gesto de incomprensión que la hizo continuar.
– Venancio me dijo un día que en realidad los más arriesgados buscan sin saberlo una muerte rápida porque no son capaces de soportar la perspectiva del día a día.
– No soy ningún valiente. Y tampoco un sanguinario. Lo hago de la única manera que sé hacerlo y... sencillamente, me dejo llevar. Hasta ahora no me ha ido tan mal.
No contestó. Me sentía algo intimidado con aquella mujer. Había una dureza clara y patente en su mirada, pero cuando hablaba parecía gozar de una extraña lucidez, como si todo aquello no pudiera afectar a sus entrañas, a su fondo de humanidad a salvo de cualquier vaivén.
Cuando se puso de nuevo en marcha la seguí un par de pasos por detrás. Me interrogó con la mirada cuando llegamos a un punto en que la masa boscosa se reducía drásticamente. La segunda cueva debía estar a un par de horas de camino y parecía razonable buscar refugio después de aquellos sobresaltos. Echar a andar delante de ella era la mejor forma de contestar.
El viento acudía a nuestro encuentro por la espalda, lo que solía producir cierta sensación de estar expuesto a algo indefinido que terminaba por poner a uno de muy mal humor. Ella no hablaba y el hecho de tenerla siempre detrás tampoco contribuía a tranquilizarme. Aquel sexto sentido de Merche en lo que concernía a su hermoso trasero volvió a la mente como un pequeño presente de alegría en medio de aquella difícil situación.
Las familiares siluetas de las lomas en torno a la cueva comenzaban a hacerse visibles cuando me llegó un sonido desde atrás y la vi agachada tras los arbustos con el arma lista. Un grupo de seis individuos caminaba por la vertiente contraria a buena marcha. Cruzamos la mirada con un gesto dubitativo. La columna superó la cresta de la loma acelerando la marcha, dejando un buen espacio de terreo entre cada unidad, y desapareció de la vista. La interrogué con la mirada cuando llegó a mi altura sin conseguir ninguna información.

Estaba claro que no estaba dispuesta a contarme su vida por capítulos. Ni ninguna otra cosa. Al cabo de una media hora de caminata llegamos a las inmediaciones de la cueva. Oculta tras un grupo de hayas observaba curiosa mis evoluciones mientras comprobaba que las marcas que había dejado en un par de sitios cerca de la entrada seguían donde debían estar. No era el caso. Una de ellas yacía justo ante la entrada y aquel no era el lugar que le correspondía. Aunque el hecho de aparecer en un sitio tan obvio descartaba la intención humana. Había huellas de pezuñas en el sendero, grandes y pequeñas.
Salí de la cueva después de abandonar el fusil contra la pared de granito, a tiempo de verla avanzar cauta y con el arma lista. Sus ojeras desmentían la indiferencia de la expresión distante y casi indiferente. Ya dentro del exiguo espacio se enredó con el cordel que corría por el fondo arenoso y lo siguió con la mirada. No pareció sorprendida cuando advirtió el grueso taco de madera atado a su extremo, pero preguntó.
– Tu alarma personal, supongo. Con el tamaño que tiene es difícil que falle.
– Los jabalíes me lo tiraron una vez en toda la boca. No me hizo gracia, pero el susto fue mucho peor.
Tenía hambre pero no comida. Como si adivinara mis pensamientos, echó la mano a la mochila y sacó un pedazo de pan que cortó con un cuchillo sin prisas. Luego un trozo de carne dura y oscura que me entregó sin hablar y algo para sí misma que no pude distinguir porque la luz comenzaba a ser escasa. Comimos en silencio.
Antes de que pudiera ofrecerle el improvisado colchón de agujas de pino del que estaba tan orgulloso, se hizo con dos montones de las que almacenaba al fondo del cubículo, los situó debajo de las caderas y de los hombros y se estiró sobre una corta manta cubriéndose después con la propia ropa.

Me sentí observado cuando tensé la cuerda sobre el taco de madera. Era un sistema sencillo pero eficaz. El taco quedaba colgado sobre una pequeña astilla encajada en una grieta de la pared y la cuerda permanecía tensa a una cierta altura del suelo. Cualquiera que invadiera el perímetro haría caer la madera sobre el cuerpo que reposaba debajo. En cuyo caso sólo quedaba aferrar la artillería y salir del agujero como una bala. Y esperar que no hubiera nadie esperando. Cuando volvía de comprobar la cuerda en el exterior, el rumor de una respiración lenta y acompasada invitaba al sueño.






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