miércoles, 11 de agosto de 2010

Cap. XVI


D
esperté sobresaltado cuando apenas las luces del alba comenzaban a inundar la habitación en penumbras. Enseguida se hizo notar aquella calidez en la piel, como el rescoldo de la lumbre en el hogar. El contacto de mi mano en sus caderas desnudas negaba las alarmas que avisaban del peligro acechante, como cada día.
Aquello no pareció real hasta que la caricia me recorrió el pecho, el estómago, el vientre y el sexo, que se alzó ávido ante los dedos delicados. Me volví hasta encontrar el brillo cambiante de su mirada triste y pronuncié aquella sencilla frase.
- He de irme.
Tenía un rictus amargo en la boca cuando dejó que la espalda reposara plenamente sobre las sábanas mientras miraba el techo y emitía un suspiro apesadumbrado. Recorrer la piel blanca, subiendo y bajando entre el vientre y el pecho, sin prisas, al tiempo que su caricia se hacía más insistente. Casi sobresaltándome se encaramó sobre mí y encajándose la verga entre las piernas, desató una tormenta de movimientos rápidos y frenéticos que remataron en un largo gemido final. Cuando se detuvo, dos gotitas dejaron sendos y suaves impactos sobre el estómago.
Acaricié su cara notando la humedad en aquel silencio de amanecer prohibido, un instante antes de comprobar cómo dolía su abandono. Se vistió con rapidez y salió casi corriendo de la habitación. Las maderas delataron su deambular por la sala contigua, dejando un eco de ruidos domésticos indeterminados y aquel otro más rudo de la puerta al cerrarse.
Había dos trozos de pan sobre la mesa y una porción de queso amarillento. Después de asearme sin mucha convicción di cuenta del queso y uno de los panes y guardé el otro para el camino.

La escena de la habitación se parecía mucho a una despedida y la realidad de afuera recomendaba también seguir camino. Los recuerdos recientes en la piel de las manos recordaban mucho las angustias de un crío privado de su mejor juguete. En la vida se sufren muchos tipos de dolores. El de aquel momento era de los más lacerantes. La mañana se levantaba afuera envuelta en nieblas. El agua de una pequeña conducción de regadío circulaba creando un murmullo tranquilizador. La vi a través de los cristales con una pequeña azada en la mano. Apenas me miró un instante y después aplicó la pequeña herramienta entre los surcos.
En el exterior el frío producía un leve estremecimiento mientras moría la distancia entre la casa y aquel pedazo de terreno en el que la azada producía un murmullo pacífico. Estuvimos a punto de tropezar cuando se volvió sin advertir mi presencia. Evitaba mirarme, lo cual producía un sentimiento realmente doloroso, pero no se alejó. Cuando mi mano alzó su cara siguió mirando al suelo. Después se rindió.
– ¿Qué ocurre?
– Ya sólo sirvo para algún desahogo ocasional. Espero que al menos lo recuerdes con cariño.
Hay dolores que no pueden curarse con palabras. Quizás los ojos puedan dar más consuelo, así que la miré abierta e intensamente al fondo de los ojos negros. Algo llevó mi mano a acariciar su vientre y allí se entretuvo mientras los ojos se decían lo que los labios quizás no supieran decir.
– Esos pensamientos son para los viejos, no para ti.
Quizás una lucecita de esperanza brilló en aquellas brasas negras un instante. Luego acaricié su mejilla sin que ella correspondiera de ninguna manera concreta.
– He de irme, pero me gustaría volver a verte.
– Debes irte.
Acompañó la lacónica respuesta con un giro del cuerpo y se dirigió de nuevo hacia los surcos de tierra húmeda donde descargó el peso de la azada, quizás con cierta rabia. A punto de perderla de vista siguiendo el curso del sendero volví de nuevo la mirada y apenas oí el eco sordo del metal en la tierra.
Casi ni recordaba lo que me había traído hasta allí, pero el encanto de aquella humilde casa plantada en tierra de nadie se había instalado confortablemente, quizás porque echaba de menos aquella dulce sensación de lo doméstico. Y el recuerdo del tacto de aquella piel blanca convertía el recuerdo en un suplicio.
Avivar el paso para combatir el frío, y preguntarse inmediatamente a dónde demonios va uno. Qué cosas merecen la pena y cuáles no. Qué personas deben conservarse a costa de todo, que es justo lo contrario de abandonarlas. Algo protestaba en las entrañas, pero la actitud de la mujer había cambiado de una forma ciertamente drástica y eso inclinó definitivamente la balanza. No podía permanecer allí como si no ocurriera nada.





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