lunes, 2 de agosto de 2010

Cap. XXV


L
a sensación de fatalidad que me acompañaba se agudizó en los días que siguieron a la pérdida de Lola. El vehículo me permitía desplazarme rápidamente de un lugar a otro, sin razón aparente, como si la huida se hubiera convertido en la única razón de la existencia. La ausencia definitiva de la mujer había producido una herida honda que la sensación de culpa multiplicaba hasta lo insufrible.
El ánimo cayó en un pozo presidido por la desidia y la falta de perspectivas. Dormía en cualquier lugar, bajo la lona del jeep, sin preocuparme para nada de la seguridad y abandonado de una forma absoluta al azar. Hasta que un día, después de una extraña pesadilla, recordé su última sonrisa y un cierto rescoldo de humanidad pareció revivir en algún rincón del alma.
Y de repente el mundo pareció envolverse en un espeso manto de pena. Todo era un presagio de soledad, pesado y asfixiante. El aire olía a ausencia, la lluvia traía restos de melancolía que flotaban en las nubes, en la niebla de las mañanas, los pájaros me miraban y callaban, el sol parecía la antesala del infierno que me había ganado, y el infierno estaba aquí y ahora.
Y no podía deshacerme de su presencia ni por un momento. El sueño era el único consuelo. Dormí durante días enteros hasta que un insospechado resto de ira volvió a arder en las entrañas y fue creciendo poco a poco. Lo suficiente para seguir viviendo. Decidí volver a mi pequeño reino.

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