martes, 17 de agosto de 2010

Cap. X


D
esperté reo de un entumecimiento general. Una débil luz se insinuaba apenas desde las misteriosas aberturas de la bóveda. La mayoría dormía todavía pero alguien hablaba ya como queriendo que el grupo se fuera espabilando entre los ecos de la conversación. Una pequeña cafetera sufría el ataque de la lumbre en medio del espacio habitado por las luces mágicas de la bóveda. Siguiendo el contorno difuso de las paredes localicé un bulto alargado donde se guardaba la leña seca. El Ruso se dirigió a Merche y se la llevó a una cierta distancia de los demás. Hablaron unos instantes y luego lo se les unió Carlos, con quien cambiaron algunas impresiones. De vez en cuando se rascaban la cabeza como dudando. Fue este último el que se me acercó. Le ofrecí uno de aquellos tasajos de cecina que aceptó sin remilgos haciendo después un gesto de aprobación.
– ¿Tienes idea de lo que vas a hacer a partir de ahora?
– No quiero alejarme mucho de mi gente, por lo que pueda pasar.
– Ese es el problema. Creemos que van a presionar a vuestras familias y no serán sólo los pendejos estos de azul. Los peores serán los que parezcan más inofensivos.
– Las familias de por aquí son muy prolíficas. No ha de faltar algún pariente en algún rincón remoto. No sé si es su caso, pero en el mío, si.
Después de decirlo me pregunté donde estarían aquellos parientes, porque existir, existían, pero seguramente ni nos reconoceríamos. Miré a Merche, que no andaba muy lejos y Carlos pareció adivinarme el pensamiento.
– Los dos estáis muy comprometidos, así que es mejor que os protejáis lo más posible.
Asentí con la cabeza mientras él miraba mis botas nuevas. Quedamos callados un buen rato y luego habló de nuevo.
– No tenemos mucho que hacer contra tanta gente y tan bien armada, pero algún escarmiento sí que hemos dado, así que tampoco suelen pasarse de la raya. Aunque las cosas cambian de un día para otro.
– Ya
Me quedé callado dándole vueltas a aquellos comentarios. Cuando me di cuenta, la mujer se acercaba a nosotros, seguramente atendiendo a la llamada de mi acompañante.
– Bueno, Merche, este es Lito. Acabamos de conocerlo pero está claro que es de los nuestros. Él también va a quedarse por aquí, así que he pensado que quizás os vendría bien hablarlo vosotros mismos. Yo os dejo, que no tardaremos mucho en marchar.
No nos dimos la mano. Se la veía preocupada, pero no identifiqué aquel signo de miedo que la acompañaba cuando la sorprendí en medio de los pinos. Cruzó las manos sobre el pecho mientras yo permanecía callado, con las manos en los bolsillos del pantalón, mirándola tímidamente de cuando en vez. Tenía la piel clara y luminosa y una figura inequívoca de hembra, aunque las ropas amplias no explicitaban gran cosa.
– Te seguí por el monte poco antes de que te cogieran..
– ¿Ah, sí?... Pues no te vi. Traía comida para estos.
Hizo un gesto como lamentando lo que acababa de decir y luego se encogió de hombros y me obligó a sonreír por primera vez en mucho tiempo. Tenía los ojos de un negro intenso, amparados en unas cejas breves y bien dibujadas. Llamaban la atención, o quizás era que todo en ella invitaba a mirar, porque ya iba por aquella boca grande y sinuosa y aquella sensación iba en aumento. Debió notarlo, porque giró el cuerpo como involuntariamente, sin saber qué hacer.
– He estado pensando... ¿Vas a quedarte por aquí, a pesar de que te podrían identificar?
– No lo sé... Creo que no eran de por aquí. El que me cogió tenía acento del sur y el resto debían ser gallegos.
– Pero no estás segura, supongo.
Me miró brevemente y meneó la cabeza negando. El grupo hacía los preparativos para la marcha entre un sorprendente silencio.
– ¿Tienes familia que cuidar?
– Madre y .... Sólo mi madre.
Algo que invitaba a no preguntar más se le atragantó algo en la expresión. Sorprendía la presencia de su hermano Toño, tan joven, entre aquella gente.
– Bueno, te seré claro. Yo tampoco puedo volver, pero no quiero apartarme de mi gente, aunque no es que sea mucha. No me asusta el monte, de hecho disfruto del aire libre y solía cazar con mi padre antes de que todo empezara a andar mal.
Noté como me examinaba mientras mis botas trazaban surcos en el suelo, como para ayudarme a reflexionar mientras intentaba concentrarme en lo importante.
– Prefiero acomodarme en varios sitios diferentes, pero tengo cosas importantes por resolver y no estoy seguro de poder hacerlo. No conozco bien el terreno y es difícil conseguir alimento. En cuanto a ti, si tienes a alguien que pueda darte cobijo en algún otro sitio, creo que estarías más segura. Es posible que no fueran de la zona, pero te van a describir con pelos y señales. Y lo del canje va a circular como la pólvora.
No dijo nada. Balanceaba el cuerpo suavemente a uno y otro lado, con la vista en algún lugar perdido en el suelo. Continué con mis cavilaciones y fui directo al grano.
– Si conoces los caminos me serías de gran utilidad y no sería una carga. Sólo necesitaría algo de comida de vez en cuando y tengo algún dinero para pagarte. De momento podría acompañarte, vayas a donde vayas. Luego, ya veremos.
Sonó un leve cacharreo cuando uno de los hombros levantó la mochila y la impulsó en el aire para acomodarla. Carlos lo reprendió con la mirada. El grupo parecía estar aguardando alguna orden y el Ruso permanecía medio sentado en un pequeño saliente de la pared mascando alguna idea difícil de digerir. La otra mujer miró en nuestra dirección y luego se acomodó la mochila imitando a su compañero, si bien lo hizo más silenciosamente.
Oí la voz reposada y decidida de la mujer. Seguía mirando al suelo, como intentando buscar una ayuda en los cientos de sílices perdidos entre la arcilla y la tierra parda.
– Conozco esto mejor que el dios que lo creó, si es que lo creó alguien. He sido pastora y cartera y matrona y qué sé yo... Pero este monte es duro. Te mata de frío ahora y luego que reseca la piel y te liquida la sed si no sabes dónde encontrar agua. No todos los arroyos son amigos. Y esta gente tiene jeeps y aviones, si hace falta, aunque no los hayamos visto todavía.
No hablaba como una pastora. Tenía el gesto que adorna a la gente pertrechada con el brillo de la inteligencia y no decía nada a la ligera. Me miró un instante y supuse que quería ver el efecto que me hacía aquella declaración.
– Aún no soy un lobo pero aprendo rápido. Quizás ... quizás no quiero convertirme en un lobo completamente.
A cada frase le seguía un silencio pesado y amamantado por los presagios y las incertidumbres. Yo seguía trazando surcos en el suelo y ella balanceando el cuerpo a izquierda y derecho con los brazos cruzados cubriendo el pecho, que se adivinaba redondo y cálido. Por fin liberó un suspiro y echó a hablar.
– Tengo una especie de familiar en Páramo, un lugar medio abandonado desde que se cerró la mina. Apenas quedan cuatro o cinco familias y los alrededores son adecuados para ti. Si no te importa rodearte de arcilla por todas partes, entendámonos.
Hay agua y pesca. Y frutales en abundancia. Y a esos animales no se les pierde nada por allí.
– ¿Cae muy lejos eso?
– Unos diez kilómetros desde Sotelo. Y un par de cuevas que conozco bien a mitad de camino.
Estaba cansado de tanto pensar y el grupo se disponía a escuchar al Ruso, que acababa de incorporarse y echarse al hombro un pequeño morral de piel de oveja. Decidí que no había grandes diferencias entre unas alternativas y otras. Sólo se trataba de seguir vivos. La otra mujer se dirigió hacia nosotros y colocó una mano en el hombro de mi acompañante.
– ¿Ya sabes qué vas a hacer?
– Creo que sí.
Cuando me miró se sintió forzada a dar una pequeña explicación que nadie había pedido.
– Hemos formado una pequeña sociedad.
– Bien. Dicen que los tiene bien puestos... aunque eso tendría que verlo yo.
Tenía el gesto duro y un mentón cuadrado y lanzado hacia adelante. Todo en ella reflejaba decisión y aún mala uva, quizás para compensar su escasa estatura. Sólo ver aquella mochila casi tapándola y uno sentía el mordisco imaginario de la fatiga. La miré sin contestar hasta que dejó un beso en la mejilla de Merche y caminó de nuevo hacia al grupo.
El Ruso me llamó aparte haciendo una señal con los dedos cuando estaba a punto de dar mi conformidad.
– Bien... cómo era que te llamabas... Lito... Bien, Lito...
Cuando pensé que no iba a salir de aquella frase absurda, encadenó una recomendación que parecía saberse de memoria.
– No te la juegues por algo que no merezca la pena y mantente vivo. Y si les haces daño, procura pensar en quienes no pueden defenderse. No todo es disparar.
Luego me palmeó el hombro y se dirigió a la salida, donde le precedió la pareja de vanguardia. Merche levantó la mano correspondiendo al saludo de la mujer de nombre desconocido y allí nos quedamos contemplando la salida del grupo. Eran puro silencio. Entonces recordé que aún no había dado una respuesta a aquella mujer.
– Bien... pues cuando quieras.
Pareció no entender, pero enseguida recordó lo hablado y asintió abatiendo los párpados. Pregunté algunos detalles concretos, como la distancia a recorrer, los posibles pasos arriesgados, sus reservas de alimentos y agua, y sin más nos pusimos en marcha. Entendí que conocía el camino mejor que yo y la dejé ir delante de mí. Apenas caminamos unos cientos de metros cuando se paró y soltó aquella frase sin mirarme.
– Si me vas mirando el culo, lo notaré, te lo advierto.
Luego emprendió la marcha. La prohibición resultó tan tentadora que, pasados unos minutos, no pude menos de examinar con toda la calma del mundo aquellas deliciosas nalgas. Cuando se paró y miró hacia atrás supe que no había sido una broma. Medio murmuré un "lo siento" avergonzado y maldije para mis adentros sus extrañas habilidades.
Caminamos durante algo más de una hora, hasta que llegamos a un pequeño manantial. No actuábamos de la misma forma. Ella seguía los senderos siempre que podía y me miraba con cierta sorpresa cuando me veía circular como un fantasma entre los árboles, pero no hizo ningún comentario al respecto. La tentación de reposar la vista en su retaguardia llegaba a ser un tormento.
Se paró un par de veces indicando con el índice extendido, indicando la situación de las dos cuevas de las que me había hablado. Después continuamos el camino, sin hablar.
El sol iniciaba su descenso definitivo hacia las montañas cuando divisamos un pequeño valle y un par de vacas entre la hierba verde. Merche se detuvo y contempló abstraída los contornos de los montes circundantes. No conseguí distinguir ninguna silueta familiar entre aquellas lomas dormidas, aunque cada día me desprendía un poco más de aquella antigua necesidad de conocer con precisión el lugar donde estaba. El aire traía un aroma a leña seca y excrementos animales que resultaba familiar y acogedor hasta que me daba cuenta de que ya no tenía casa. Aquello era lo más difícil. Un árbol joven me sirvió de apoyo mientras esperaba el fin de las cavilaciones de mi acompañante. Hablaba menos que yo, lo cual no era fácil. Como si hubiera adivinado mi pensamiento, se volvió, me miró por un instante y caminó hacia mí. Parecía tener algún tipo de problema que no acababa de adivinar. Aún tenía la mirada en el suelo cuando habló.
– Páramo está ahí, a la vuelta.
Aquella sencilla declaración parecía el principio de otra más detallada, así que permanecí a la espera.
– No hablas mucho, ¿no?
Tenía cierta tirantez en la expresión cuando la miré curioso ante aquella observación. No tardó en continuar.
– Vamos a aclarar una cosa. Supongo que estamos del mismo lado, pero no te conozco y la verdad es que no haces mucho para ser simpático.
Lo primero que se me ocurrió es que aquello bien podría haberlo dicho yo mismo. Transcurrió un momento y algo se destapó dentro de aquella silueta de hembra acostumbrada a la brega diaria. Giró el cuerpo y caminó unos pasos en círculo, nerviosa. Al menos era clara y directa y por lo visto no le gustaba perder el tiempo.
– No sé muy bien cómo estarán las cosas aquí, pero lo más que puedo conseguirte es un techo para la noche. No puedo prometer nada.
– No recuerdo haber pedido nada.
Me miró de hito en hito con la cabeza baja, como lamentando lo que había dicho.
- Es más importante saber si estamos seguros. Si ha habido movimiento por aquí, o si hay vecinos que simpaticen con esos. Y no será la primera vez que duerma bajo la luna. No es para tanto.
Comenzó a caminar en círculos otra vez y luego se detuvo colocando las manos sobre las redondas caderas. Esta vez me recreé cuanto quise en aquellas formas redondas y no me disculpé cuando miró hacia atrás con gesto de fastidio.
– Bien. Creo que es mejor que te quedes por aquí hasta que vuelva. Procuraré no tardar mucho, pero no sé muy bien si me entretendrán.
– De acuerdo.
– Y te he dicho que no me mires el culo.
Soltó la frase mientras iniciaba el camino, sin mirarme, lo cual me arrancó una sonrisa. No hice caso de ninguna de sus recomendaciones. El paisaje era uno de aquellos típicos rompe piernas, con subidas y bajadas continuas y pequeñas lomas que no permitían una visión más amplia del entorno. El camino giraba a la derecha mostrando algunas construcciones más bien deterioradas por el paso del tiempo. Las maderas aparecían cuarteadas por el sol y desprovistas de pintura y algunas pizarras colgaban desamparadas de los aleros de las cubiertas. Entre los árboles se adivinaban otras edificaciones más o menos lejanas. Más que un pueblo parecía un rompecabezas encajado entre pequeños valles y angosturas caprichosas.
Los ecos de la conversación llegaron remotamente a mis oídos mientras remoloneaba por detrás de las casas. Por el tono de las voces adiviné que la acogida era más bien cálida, lo cual era una buena noticia. Una estrecha vereda me llevó entre castaños al camino principal que bajaba casi vertiginosamente hacia un valle más amplio teñido de colores ocres y verdes de distintos tonos. Parecía irreal que aquel fuera el magnífico escenario de algo que cada día que pasaba se mostraba más y más horrendo.
A veces me asaltaba la tentación de ocultarme hasta que aquello acabara. Quizás tuvieran razón los que decían que aquello no podía durar mucho tiempo. Entonces volvía a la mente la expresión de cansancio de Venancio ante aquellos argumentos. Era difícil saber por qué algunos tenían las cosas tan claras. Por qué hay personas que poseen esa especie de clarividencia que les guía en cada momento, como si fuese la cosa más natural del mundo, cuando los demás nos debatimos siempre en una maraña de dudas.
A cierta distancia de las casas había una gran raíz que debían usar para partir leña a juzgar por la multitud de pequeñas heridas que la salpicaban. Parecía mentira que un vegetal pudiera sobrevivir al ataque del hierro afilado, y sin embargo allí estaba mostrando orgullosa su fortaleza. Pasaron los minutos sin que ocurriera más que un murmullo de trinos rodeando las chimeneas y las ramas altas de la fronda. Pareciera que allí nunca ocurría nada. Cuando me di cuenta tenía a mi lado a un hombre mayor que me miraba sorprendido. Llegó antes el olor del cigarrillo que la propia presencia. Levanté las manos en un gesto instintivo, para que no se sintiera amenazado por las armas, sin saber muy bien qué hacer.
– ¡Hola, padrino!
– ¡Vaya, mira quien está aquí!
– No se preocupe, que viene conmigo.
Aliviado por aquella salvadora aparición, me quedé observándolos. Se quedaron mirándose largo rato mientras las palabras, más o menos acostumbradas iban y venían. Parecían sentir un afecto real e importante. Se miraban derecho, sin bajar la vista. El hombre era alto y delgado y hablaba lentamente, arrojando la ceniza del cigarrillo con el dedo meñique con un gesto automático. Pronto mi presencia fue más importante que su conversación y el hombre me miró de nuevo con curiosidad. Merche llamó de nuevo su atención y al poco se dirigió hacia mí mientras el viejo caminaba despacio hacia la casa mirando hacia atrás de cuando en vez.
– No tienes que preocuparte, es buena gente.
Debía tener aspecto de no estar muy convencido, porque insistió.
– Vienes de artillería hasta los dientes y eso no tranquiliza a nadie.
El aire susurró un no sé qué en las hojas de los árboles cuando ella volvió a la casa con cierta precipitación, como si hubiera olvidado alguna cosa. Casi a punto de alzarse sobre los escalones de madera se volvió y me sorprendió con aquel tono de voz, casi perentorio.
- ¿Sabes dibujar?
- Me las arreglo.
La respuesta sonó casi inaudible de puro tímida, pero pareció conformarse. Las luces tomaban tonos casi milagrosos filtradas por aquel mundo vegetal casi detenido. Los pasos de vuelta se anunciaron con un quejido de maderas. Traía un cuadro pequeño y algo que no se podía distinguir fácilmente en la distancia.

Papel de estraza, de aquel que en mi infancia utilizaba para imitar los cigarros de los mayores, envolviéndolo mil veces alrededor hasta que conseguía reproducir de alguna manera uno de aquellos cilindros humeantes. Ardían con una curiosa lentitud, creando un halo incandescente entre el papel y el humo cuyo aroma delataba después mis desvaríos de adulto en proyecto. En su mano asomó también un lápiz de carpintero, recio y ancho. Me fijé en el cuadro, ya antiguo, con las huellas amarillentas del tiempo en los contornos del marco.
- Tendrás que apresurarte porque he de devolverlo a su sitio lo antes posible. No quiero contarles nada que no necesiten saber.
No hubo tiempo de darle las gracias. Apenas iniciaba el gesto de hablar y ya estaba de nuevo en camino hacia las escaleras. Se volvió antes de llegar y no tuve más remedio que levantar la mano cansinamente. Aquellas caderas eran un imán para los ojos.
El cuadro reflejaba una especie de modesto mapa donde se habían marcado los puntos de referencia de la zona. Un río poco importante y tres o cuatro arroyos enmarcados por valles y picachos sombreados por su lado norte. Algunas cabañas dibujadas esquemáticamente, y caminos o senderos representados con trazos gruesos o más finos en función de su importancia. Los centros habitados se convertían en una trama de líneas cruzadas rodeadas por un círculo que pretendía abarcar el supuesto perímetro del sitio en cuestión, cuyo nombre rodeaba la línea en una especia de baile inocente alrededor de las geometrías. En el fondo del cuadro un par de ejes perpendiculares cobijaban las letras que indicaban los puntos cardinales.
- ¿Se puede saber...?
Apenas iniciada la frase me di cuenta de que estaba solo, así que la completé para mis adentros. Parecía realista, como mínimo. El sol caía buscando su cobijo al oeste. Coloqué el mapa de modo que la W coincidiera con aquella dirección, mirando enseguida hacia el sur para localizar los puntos más altos. Los cientos de hojas verdes de aquel reino vegetal no lo permitían. Comencé a dibujar. El lápiz se deslizó sobre el papel liberando un susurro ligeramente áspero y en unos minutos el mapa tuvo un hermano gemelo que podía demostrar razonablemente su parentesco.
Puesto que la huella del carboncillo no era ni mucho menos eterna, lo doblé cuidadosamente después de marcar con fuerza los rastros que parecían más débiles. A punto de aprobar la pequeña obra de arte, las tablas de la escalera delataron de nuevo los pasos de la mujer, que preguntó con la mirada si la tarea estaba completada .
Por entre los dedos que había colocado ante los ojos para demostrar mi inocencia contemplé con cierto asombro una ligera sonrisa. No eran sólo sus caderas lo que invitaba a los ojos a refugiarse en aquella silueta de hembra acostumbrada a bregar con las dificultades. Seguía sonriendo cuando llegó a mi altura porque mis dedos simulaban respetar aún la prohibición.
- Deja ya de hacer el tonto.
Algo me invitó a levantarme y llegar hasta un pequeño desnivel desde donde ya fue posible comprobar algunos de los detalles del modesto dibujo.
- ¿Puedo saber quien lo ha pintado?
El cuadro pasó a sus manos y permaneció entre ellas unos instantes siendo objeto de una contemplación demorada. Parecía reflexionar la respuesta o quizás la conveniencia de darla o no. Miró hacia los montes y emitió apenas un murmullo.
- Él lo hizo.
El viejo había asomado a la escalera con el cigarrillo colgando de las comisuras de los labios.
Miró un instante hacia nosotros y luego se acomodó en lo que quedaba de una silla encajada en el ángulo de la pared. Su indumentaria no dejaba dudas acerca de su condición de conocedor de los secretos de la tierra y las cosechas, los vientos y seguramente algunas cosas que la mayoría no podría ni sospechar. Volvió a mirarnos sin disimulos, como si la discreción no fuera con él. En realidad no podía echársele en cara estando como estaba en su pequeño reino. El cigarro viajó hasta su boca como si tuviera todo el tiempo del mundo y después una nube confusa envolvió su silueta enseñoreándose poco a poco del humilde espacio entre las maderas del suelo y las pizarras de la cubierta vestidas de verdes y amarillos leves y antiguos.
- No parece un buen dibujante.
Lamenté la descortesía apenas salió de mis labios, pero no pareció hacerle mucha mella.
- Ninguno de los dos parece gran cosa, pero si tuvieras la décima parte de sus conocimientos, no me preocuparía más por ti.
- ¿Te preocupo?
- Para empezar no tienes ni idea de donde estás. Y estás sólo. Y por otra parte, esa idea tuya de vivir en varios sitios parece muy bonita, pero no podrás ir de uno a otro así como así. Llevas dos armas y no creo que sea buena idea utilizar ninguna de las dos. ¿Puede saberse qué vas a comer sin disparar un tiro? ¿Donde vas a dormir? ¿Y a asearte? ¿Qué harás si te persiguen?
No tenía respuesta para todo. El rosario de preguntas resultaba un tanto abrumador, pero después algo protestó dentro de mí por el hecho de que una mujer se permitiera darme lecciones. Le alargué el lápiz mientras me pensaba una respuesta que reparara en lo posible los daños, pero ella no lo recogió. La contestación pecaba quizás de suficiencia, pero era creíble también.
- Hasta aquí he llegado sin ayuda de nadie y no soy tan frágil como puedas pensar. Y las liebres terminan en la pota por volver siempre al mismo sitio.
Me miró con una expresión francamente escéptica, lo cual terminó de molestarme. La siguiente observación me hizo aún menos gracia.
- Los hombres se afeitan. Con esas pintas no podrías dar un paso en ningún sitio sin que te examinaran hasta las moscas. Y esas botas te están grandes. No quiero ni imaginarte con los guardias detrás.
- Otros se dejan la barba toda la vida. Y estas botas son las que tengo, así que si no te gustan no las mires.
Me estaba molestando aquella expresión de censura en su cara de hembra de vuelta de todo. Por toda respuesta, dio la vuelta y penetró en la casa mientras el abuelo la miraba brevemente y volvía al disfrute del humo gris del tabaco sin preocuparse de nada de lo que ocurría a su alrededor. Quizás no había sido bueno idea aquel pequeño exabrupto. Siempre me prometía controlar mi carácter respondón, pero estaba lejos de conseguirlo.
Estuve a punto de rechazar los calcetines cuando me los ofreció, pero en cuanto abrió la boca me ablandé.
- Lo siento. A veces me paso de lista.
Tenían buena pinta.
- Mételos en las botas y enróllalos por delante. Impedirán que el pie se deslice si tienes que correr y ya de paso tendrás un sitio donde guardarlos.
El viejo miraba de cuando en cuando. Me pareció verle sonreír y deduje que sería una de sus habilidades. El truco del calcetín resultó todo un acierto. Caminé unos pasos para comprobar las sensaciones y cuando me volví ella me seguía.
- Creo que es mejor que te quedes aquí esta noche. Ellos no se van a inmiscuir. Hay un colchón abajo que él utiliza en el verano para echarse la siesta y puedo bajarte unas mantas y algo de comida. No les hará revés. Yo estaré arriba por si necesitas algo. Y cuando quieras irte, te vas sin avisar.
No había durado mucho nuestra sociedad. Asentí con la cabeza dejando vagar la vista por los contornos preñados de verde y silencio. El olor del cigarrillo llegaba de cuando en vez como un presagio.
- Ahora quiero que te fijes bien en algo.
Caminó unos pasos y señaló algo entre la espesura que no pude ver hasta que me acerqué y descubrí a cierta distancia un pequeño y redondo palomar sin rastro de palomas. La cubierta estaba coronada por un gallo al que faltaba la acostumbrada flecha que debía indicar la dirección del viento.
– Si te acercas por aquí, comprueba que el gallo está en su sitio. Si no es así, aléjate enseguida.
Sorprendido por tanta previsión estuve a punto de iniciar una descarga de preguntas, pero me contuve a tiempo. La tarde caía dejando una sensación de melancolía en el aire ya fresco. Volvimos hacia la casa donde ya ninguna presencia humana se hacía notar. Recogí de manos de aquella distante mujer un par de mantas y algo de comida y preparé un austero acomodo para pasar la noche. Me brillaron los ojos cuando me percaté de aquella jarra de porcelana blanca, mediada de un vino oscuro y aromático. Conversamos unos minutos, quizás para confirmar que la guerra no era entre nosotros y luego la anciana pareja reclamó su presencia. Cuando se despidió apenas con un gesto, algo en su mirada me dijo que no confiaba mucho en volver a verme.

La luz inundó lentamente el espacio entre las modestas paredes, creciendo poco a poco, como en un sueño. Tenía el rostro frío pero me invadía una reconfortante sensación de bienestar, seguramente producida por el descanso prolongado. La niebla se adivinaba afuera, tamizando los rayos del sol de manera caprichosa, mientras mis párpados se abrían cansinamente. Conservaba en el paladar el sabor ácido del vino tinto que no había terminado por no abusar de la hospitalidad.
Algún ratón correteaba sobre las maderas de un pequeño altillo donde se almacenaban cachivaches con variadas utilidades. Deseé un hogar como aquel y después me puse en marcha. El camino por el que habíamos llegado me recibió con una atmósfera casi irreal de bancos de niebla danzando entre los árboles. Aquellas luces fantasmagóricas producían una sensación muy real de peligro, pero no pudieron evitar que mirara hacia atrás antes de perder de vista la casa. Adiviné una figura confusa en la distancia tras las contraventanas y levanté tímidamente la mano sin distinguir ninguna respuesta.
Unos restos de queso blanco como la leche y un poco de pan sirvieron para combatir cierta sensación de vacío en el estómago. La niebla bailaba a un lado u otro del sendero creando una atmósfera fantástica empujada monte arriba por el sol en ascenso. Avanzar a un paso deliberadamente lento y abandonar el caminito para evitar cualquier encuentro imprevisto. No había ninguna prisa. Algunas recomendaciones de Merche daban vueltas en mi cabeza. Me convenía poder adoptar en ciertos momentos una apariencia normal muy poco compatible con la barba o el aspecto desaseado. Andar por los caminos con aquellas dos armas largas tampoco era recomendable. El revólver del prisionero canjeado por Merche se vino a la memoria como un tesoro inalcanzable.
Unas vacas cruzaron el caminito un poco más abajo arrojando nubes de vapor al aire cargado de humedad sin que el pastor se hiciera visible. Extraje el rudimentario mapa de la mochila mientras atendía a los ruidos alrededor.
El camino hacia Sotelo no ofrecía dificultades de orientación. En realidad la zona era limitada y perderse era difícil si se tenían bien presentes las siluetas de los puntos más altos, aunque no siempre eran visibles. La sombra del pastor cruzó el camino y se perdió entre las siluetas blanquecinas de los chopos. El frío se colaba por las mangas de la chaqueta y por el cuello de la camisa avivando los sentidos.
Apreté el paso para combatirlo procurando no romper aquel silencio de luces cambiantes. Poco a poco el sol fue levantándose poniendo en fuga girones de nubes fugitivas y revelando ante los ojos un panorama fantástico. La atención seguía sin embargo pendiente de sonidos o movimientos. Una mirada hacia atrás de vez en cuando me permitía reconocer los lugares recorridos en compañía de la mujer, si bien el sentido de la marcha terminaba por disimular los rincones recordados con más o menos aproximación.
Un grupo de rocas graníticas marcaba el acceso a la segunda cueva. Dejé vagar la vista por los contornos sin hacer intención de acercarme de momento. Las características de la primera parecían más adecuadas, por lo que Merche había comentado, y prefería hacer camino.
Encontrarla fue mucho más complicado. Las sombras que recordaba permanecían prohibidas por un sol dominante, lo cual obligada a desandar el camino una y otra vez para localizar alguna referencia. Por fin un contorno caprichoso en el horizonte delató el lugar. La cueva me conoció con la respiración agitada y alguna huella de la espesa vegetación en las manos y la cara.
Hubo que revolver entre las matas un buen rato hasta encontrar un vano que daba acceso e un espacio oscuro y más bien reducido con señales de haber sido utilizado en el pasado por algún cazador. Un ligero examen por los alrededores reveló la existencia de un estrecho corredor con huellas secas de lo que podría ser el rastro de un jabalí. Luego de un corto descanso y la correspondiente reflexión decidí abandonar la escopeta con su munición en un escondrijo de la bóveda inclinada, apenas visible.
Las chimeneas de Sotelo me recibieron con un olor a comida recién preparada. La temperatura había ascendido y las ropas sobraban. Un rápido cálculo arrojó el resultado de que antes de afeitarse había que adquirir lo necesario para tales menesteres, pero no se podía realizar aquella sencilla operación sin aparecer razonablemente presentable. El problema de la pescadilla que se muerde la cola. Siempre había considerado la honradez como una especie de salvoconducto que podía abrir cualquier puerta, pero empezaba a ver las cosas desde un ángulo diferente.
Lo primero fue esconder el fusil dentro del negro agujero de un grueso castaño. El pueblo no obedecía a ningún esquema arquitectónico o urbanístico conocido. Un grupo de casas en torno a la pequeña capilla, otro formando una pequeña plaza de forma irregular y un par de calles a la entrada y a la salida con una precaria alineación de las edificaciones.
En la plaza había un establecimiento que hacía las veces de barbería y vendía todo cuanto uno se pudiera imaginar, desde aceite hasta sedal para pescar. Había un viejo sentado sobre el basamento de una gran farola, en medio del espacio aparentemente tranquilo y alguna gente volviendo de las labores del campo. Los únicos sonidos alegres nacían de la garganta de un perro casi esquelético.
La silueta de la casa de Germán se dibujaba en el horizonte, algo alejada. Quizás no era lo más adecuado hacerlo precisamente allí, pero sería más difícil en cualquier otro lugar. Los aromas de las cocinas llegaban a la calle anunciando mi condición de paria ajeno al mundo real. Poco después alguien se acercó al viejo sentado bajo la farola y se lo llevó poniendo el cuidado y la paciencia necesarios.
La puerta de la barbería permanecía abierta. Froté la ropa con las manos y los zapatos contra la parte posterior de los pantalones antes de rodear la plaza y atravesar la calle con la parsimonia de cualquier vecino hasta llegar al establecimiento. No había nadie. Un cierto olor a perfume flotaba en el aire dejando testimonio del último corte de pelo.
Enseguida se destacó la navaja barbera entre el resto de los utensilios con aquellas placas de marfil amarillento en la empuñadura. A punto de hacerme con ella apareció aquel rostro de súbito en el espejo ajado por los años.
Casi parecía imposible haber cambiado tanto en tan poco tiempo y sin embargo casi era imposible reconocer aquellos pómulos marcados bajo las ojeras, el pelo enmarañado y la barba que comenzaba a espesar. En aquel instante todas las imágenes que recordaba propias parecieron ilusorias, como un puro fruto de alguna fantasía. Después fue la pena la que se abrió paso sin más, al contemplar las arrugas del pantalón, imposibles de disimular, o las marcas de la correa del fusil sobre la chaqueta. Había permanecido demasiado tiempo en aquella insegura situación cuando una voz rotunda rompió el silencio.
– Buenos días. Llega usted tarde pero creo que va a tener suerte.
Se inclinó sobre el mueble contiguo a la puerta, abrió un cajón e introdujo algo que no pude identificar, absolutamente paralizado por la sorpresa. Sólo el hecho de que él permaneciera de espaldas me permitía apenas respirar.
– Será esa barba, ¿verdad?
- Pues... sí. Y el pelo también.
– Viene usted de la mina, claro, no hay ni que preguntarlo. No es el primero. Acomódese cuando quiera. Ya me iba a comer, pero mi mujer lo ha aplazado, y cuando ella dice que no es que no.
La idea de salir corriendo quiso imponerse en un par de ocasiones, pero aquel hombre orondo y cachazudo no parecía representar ningún peligro. Se escuchaba a sí mismo mientras la navaja dejaba la piel al descubierto y eso parecía serle suficiente. Me puso al día de cuanto había pasado por allí en los últimos días, obligándome a emplear alguna ambigüedad cuando preguntó por la tarea minera, y ya a punto de marchar después de pagar un precio muy razonable, decidí comprobar si la suerte seguía de mi lado.
– Mire, no sé si podré venir muy a menudo y me preguntaba si tendría otra como esa que me pudiera vender.
Se quedó pensativo mirando al índice que apuntaba inocentemente a la navaja que reposaba indolente en un recipiente de cristal. Después se dirigió a la parte baja de aquel mueble de madera oscura y volvió ante mí con un ejemplar algo perjudicado por el paso del tiempo. En la empuñadura apenas quedaba algún rastro de la madera original y del pasador donde se articulaba manaba una mancha de herrumbre muy evidente. La hoja parecía sin embargo exenta de cualquier tipo de mellado.
– No cortará jamás como una nueva y ya ve que está algo fea de aspecto. Pero hace su trabajo, no tenga duda.
La guardó en un pequeño estuche rodeándola con una pieza de cuero bruñido por el uso y la contempló un momento antes de entregarla para entrar después en un pequeño cuarto anexo a la pieza y salir repasándolo con un paño.
Se volvió hacia la puerta atendiendo a una especie de gruñido. El espejo reflejaba el gesto abúlico de un hombre joven con la barba negra asomando y una mirada perruna. No me gustó aquella forma de mirar.
– Es tarde ya, Andrés. Pásate mañana, si puede ser.
No recibió contestación. Cuando volví la mirada al espejo, la mirada perruna había desaparecido sin dejar rastro. El hombre continuó hablándome con la vista fija en los recovecos del estuche mientras limpiaba los restos de polvo. Parecía capaz de concentrarse en las cosas más nimias.
– Para afilarla pásela en sentido contrario al filo por el cuero. Y desplácela siempre hacia abajo y bien derecha. Si lo hace mal se hará mucho daño, téngalo en cuenta.
– ¿Cuánto vale?
– Mire... Hagamos una cosa. Yo no le cobro nada y usted no se desprende de ella sin que yo lo sepa. ¿Le parece bien? Y me tiene que perdonar pero ahora sí que tengo que salir corriendo porque a mi mujer no le gusta comer sola.
Sus prisas eran una buena excusa para escurrir el bulto sin perder el tiempo. El sol dibujaba sombras cortas bajo los aleros de las casas y la farola apoyaba su espectro sobre las piedras de la plaza, ajena al resol y las pequeñas miserias humanas. El fusil estaba donde lo había dejado. Una vez cubierto con la chaqueta y encajado el negro cañón en una de las mangas, enfilé el camino de Trabadelo sin más sobresaltos.




  *