lunes, 16 de agosto de 2010

Cap. XI


C
on el tiempo, la red de refugios se fue ampliando, al tiempo que el territorio se hacía más y más familiar. Las necesidades más elementales estaban cubiertas pero algunos problemas no terminaban de encontrar una solución clara. La comida era uno de ellos. El encontrar leña seca que no produjera humos era tan difícil como ocultar después los inevitables olores, o el rastro que dejaban los restos. Lo peor era la soledad. Aquel maldito no tener nada mejor que hacer que ocultarse.
Mantener algún mínimo contacto en los pueblos era importante, pero la desconfianza ganaba terreno cada día. Visité a Germán un atardecer en que el invierno empezaba a enviar alguna leve señal de lo que sería el frío futuro. Apenas había llovido, lo cual había sido una auténtica suerte en los primeros momentos. Para él, sin embargo, no eran buenas noticias. Los cultivos estaban a punto de tener serios problemas y el escaso salario no era suficiente para la simple manutención.
Lo encontré serio y taciturno, pero aquello no tenía que significar nada en un tiempo en que las alegrías se racionaban. Me dio algunas escasas informaciones. No parecía haber gran actividad en la zona y se rumoreaba que había grandes movimientos de tropas en Asturias, donde los sublevados intentaban tomar el puerto de Gijón.
Antes de irme a dormir salí afuera y coloqué un rudimentario sistema de alarma a la entrada de la finca. Cuando entré me miró con extrañeza pero no preguntó nada. Aún no había asomado el sol cuando mis pasos volvieron entre los pinos al día siguiente.
La cabaña me dio refugio durante un par de días que dediqué a lavar el escaso atuendo y mejorar en lo posible mi apariencia. La imagen de mi padre venía al recuerdo de manera recurrente.

Aunque vivía bastante retirado de Vega, había que contar con que le hubieran hecho alguna visita desagradable. La esperanza era que se hubieran contentado con los malos modos. No era ningún secreto que nos llevábamos mal, pero aquello no tenía por qué saberlo todo el mundo.
Me asustó su expresión cuando abrió la puerta aquella fría noche. Quedó allí parado un instante, con los dedos aferrados a la madera y luego se retiró hacia adentro sin decir nada, encogido. Mientras yo recobraba una cierta sensación de seguridad que me había abandonado al tener que dejar el arma tras de mí, él entornó las contraventanas, removió los troncos en la "lareira" que daba calor a la casa y se sentó en un escaño tan antiguo como él. Sólo el crepitar de la lumbre daba testimonio de vida en aquel espacio invadido de luz amarillenta.
Me descubrí recorriendo las estancias como intentando recordar, buscando después algo de comida. Queso fresco, unos restos de chorizo que olían como el paraíso terrenal y pan oscuro y aromático. Y aquel vino negro como la pez que levantaba incendios en la sangre. Me miró un par de veces con un gesto melancólico, seguramente porque hacía demasiados ruidos con la boca. El vino sabía de otra manera en uno de aquellos vasos poliédricos de cristal ancho y recio. Las llamas bailaban en la débil luz como tratando de hipnotizarnos y lo consiguieron por unos momentos. Casi me sobresaltó su voz.
– ¿Por dónde paras?
Seguía mirando las llamas danzarinas cuando hizo la pregunta. No era hombre que se prodigara en delicadezas precisamente, pero debajo de la curiosidad era fácil ver un interés nada frecuente en los últimos tiempos. La respuesta no era algo que se pudiera dar alegremente, y otra pregunta era la peor manera de evitarla.
– ¿Cómo va todo?
No hubo ningún tipo de reacción, salvo un ligero rictus en el gesto. Se recostó contra el respaldo del escaño y suspiró largamente. De debajo del jersey de punto salió uno de aquellos cigarrillos ya liados que acostumbraba a llevar en el bolsillo de la camisa. Se inclinó hacia el fuego y lo llevó a la boca con el extremo de papel blanco incendiado. Permanecimos callados un buen rato y luego habló bajito y reposadamente.
– Si tu madre nos viera en esta situación, creo que me echaría de casa. Y tendría razón.
– Nadie ha escogido esta situación.
El humo que salía despacio de su boca mientras miraba obsesivamente al fuego. Es difícil saber cuánto vale el calor de una lumbre hasta que el frío te rodea por todas partes y no tienes escapatoria. Qué torpes somos que nunca valoramos lo que tiene verdadero valor. A punto de sucumbir al hechizo de las llamas y el crepitar dulce y monótono de la madera recibí una ruda pregunta.
– ¿Has matado a alguien?
La voz era casi inaudible, y sin embargo los ecos de las paredes casi llegaban a convertirse en una amenaza. Ni siquiera había dedicado un recuerdo a aquel tipo que se encontró con uno de aquellos cartuchos. Uno que había disparado Manuel Vieitez Corcoba. Lo que había hecho con Herminio lo convertía quizás en algo muy animal, pero el hecho era que ni siquiera lo había pensado. No eran tiempos de pensar. Se impuso la necesidad de la mentira porque nadie merece sufrir por lo que no ha hecho.
– No
El extremo del pitillo se volvió incandescente durante unos largos segundos, mientras el aire succionado por aquella boca de labios escasos iluminaba la brasa y consumía el papel rápidamente. Cuando el humo grisáceo volvió al aire aquel hombre miraba derecho hacia un punto invisible de la pared. Casi se dibujó una sonrisa en aquel rostro marchito por el sol y los fríos, lleno de surcos y puntos negros. Piel de trabajo y mirada de pena. Pudo haber pedido alguna aclaración, pero no lo hizo. Recogió el plato y los cubiertos que habían quedado encima de la mesa y los depositó en el vertedero. La vieja silla de madera que en tiempos utilizara mi madre hizo los ruidos habituales cuando salió a sentarse. De cuando en vez carraspeaba y cambiaba las piernas de postura, provocando un ruido sordo en las viejas maderas del corredor que daba entrada a la casa.
Es muy habitual no ver lo que se tiene delante de los ojos. O quizás lo vemos pero no queremos saberlo de verdad. Vemos pero no miramos. Por eso aquellas piedras amarillentas, repletas de puntitos negros más o menos grandes se me antojaron recién llegadas. Como la cal que rellenaba las juntas dejando a veces un vacío que delataba el paso de las horas.
El retrato de aquella mujer morena, de facciones redondas y serenas, con aquella cabellera rizada y abundante y aquellos ojos alegres sobre la nariz pequeña y levemente respingona, siempre había estado allí. Pero no era igual que antes. Por alguna razón, tras aquellos rasgos una voz misteriosa intentaba responder a miles de preguntas. Probablemente mis preguntas.
Caminé por el corto y amplio pasillo internando la vista en los pocos espacios donde se había desarrollado la vida no hacía tanto tiempo. Mi pequeña habitación y su ventana orientada al oeste. El mínimo cuarto de baño con apenas un lavabo y la taza del váter que se me antojó de otro mundo. La habitación de aquel hombre callado, con una puerta que daba al balcón posterior, siempre cerrada. Y el armario recio de castaño que siempre emitía una queja lastimosa al abrir o cerrar las puertas estrechas y sin espejos.

La queja seguía siendo la misma y nació de nuevo poco antes de sorprender de nuevo todos aquellos trajes que él nunca utilizaba.
Algunas ideas comenzaban a bailar en mi cabeza cuando salí de nuevo al pasillo. Las bombillas emitían una luz necesitada de cariño. No había lámparas ni nada que disimulara aquella austeridad casi monacal.
Me pregunté por qué y no hallé respuesta, pero pensé en la ausencia prematura de aquella mujer de mirada alegre y vida triste. Salí afuera procurando que la puerta hiciera el ruido indispensable. Él tenía el pitillo aparcado en los labios y las manos apoyadas en las rodillas. Hacía frío.
– Si sobra alguno de esos trajes me harían buen servicio.
Llevó el cigarrillo a los labios y absorbió el humo incandescente mientras asentía sin hablar. Volví adentro, escogí uno de aquellos conjuntos y lo dejé en la habitación colgado del respaldo de una silla de colores desvaídos. Al abrir la ventana se colaron en la exigua estancia los olores de las agujas de los pinos. La infancia y después la juventud se abrieron paso sólo unos instantes. Oí entrar a aquel hombre extraño y permanecí inmóvil, sintiéndome beneficiario de una rara sensación de seguridad. Luego sus pasos llegaron hasta mí.
– Vete a dormir. Yo ya no duermo mucho, así que puedes estarte tranquilo. Si hay algo me enteraré.
Casi a punto de abrir la puerta de la habitación, volví sobre mis pasos e hice la pregunta que me bailaba en los labios desde que había llegado.
– ¿Han venido a preguntarte algo?
– Claro que han venido. Y les he dicho todo cuanto sabía. Que es lo mismo que sé ahora.
– ¿Te han tratado bien?
– Otros me trataron antes mucho peor y aquí estoy.
Me dormí entre la humedad de las sabanas amarillentas escuchando sus carraspeos y algún que otro suspiro, entre los rumores entrañables de la leña ardiendo.
 







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