domingo, 22 de agosto de 2010

Cap. V


L
a gente empezó a acostumbrarse a aquella nueva situación que no parecía incomodar más que a las familias de quienes habían sido detenidos por una u otra razón. Los uniformados informaban de que tenían causas pendientes con la justicia y ahí quedaba la cosa. Cuando parecía que todo se reduciría a esperarlos, empezaron a llegar más camiones con gente uniformada. Lo sorprendente fue ver a algunos de los alrededores vestidos de azul. Me disponía a salir un día con el camión tramino de Trabadelo cuando vi a Herminio mirar hacia afuera sorprendido.
– ¿Ese no es Julio el de Carracedo?
- El mismo, pero con traje nuevo, respondí, sarcástico.
– ¿Te ha pagado lo que debía?
– Pues no. Yo que tú aprovechaba para recordárselo.
No contestó. Terminó de llenar un par de botellas de aceite, se limpió las manos al delantal y salió buscando con la vista al tal Julio. La proliferación de uniformes en la plaza era más que disuasoria, pero Herminio era así. Les vi hablar unos instantes y enseguida empezaron a alzar la voz hasta que el de azul le dio un pequeño empujón, amparado por algunos compañeros. Era un tipo grande y se le había agriado la expresión. Al poco Herminio caminaba hacia la tienda con el semblante serio y un par de azules detrás. Entraron pisando fuerte y mirando para todas partes como buscando una mínima huella del delito.
– A ver dónde está esa deuda.
Herminio pasó detrás del mostrador, sacó la libreta donde apuntaba lo que se le debía, la abrió por la página adecuada y señaló el apunte.
– ¿Cuánto es?
– Dieciocho pesetas.
– ¿Cuánto tiempo he sido cliente tuyo?
– No lo recuerdo.
– Yo sí. El tiempo suficiente para que me hayas robado esa misma cantidad.
Herminio cerró la libreta y no dijo nada. Pero el otro no estaba aún conforme.
– Así que apunta ahí debajo lo que me robaste, espabilao. ¡Venga, escribe!
Herminio lo miró fríamente, sin contestar. Entonces el otro de azul echó a hablar entre risitas.
– Yo creo que te ha deber un par de botellas de vino por ser tan atrevido.
Identifiqué inmediatamente aquel castellano recién estrenado y el acento que me era tan familiar en boca de mi abuela. El tal Julio pasó detrás del mostrador y se hizo con dos botellas de vino mientras el otro reía por lo bajini. Confié en que mi jefe no perdiera su habitual sangre fría. Antes de salir miraron en mi dirección y oí lo que era de esperar.
– ¿Aún tienes a este rojo contigo? No pareces muy listo...
Quedé mirando a Herminio mientras salían y me pregunté hasta qué punto podía esperar algo de él. Era imposible saberlo.
En los días posteriores las cosas se fueron complicando aún más. Los mandos de aquel pequeño ejército fueron buscando acomodo en las casas del pueblo pero llegó un momento en que no había sitio para todos. Algún deudor de Mario tuvo que ceder su pajar poco menos que por la fuerza y en pocos días la presión se acentuó sobre quieres dependían económicamente de las fuerzas vivas.
Un frío viernes apareció un bando reclamando el derecho de la soldadesca sobre los bienes inmuebles que fueran necesarios para "la patria". Quiso el azar que la primera víctima fuera Lucio, el suegro de Herminio, un hombre poco a dado a ceder nada de lo suyo.
La mayor parte de la tropa había salido en los camiones aún de madrugada, y con las primeras luces dos uniformados se presentaron en su casa acompañados de don Marcial, reclamando toda la planta baja de la casa.
En poco tiempo las voces se oían en la calle. Los de azul, sorprendidos por la determinación del viejo, no sabían muy bien qué hacer. El tal Marcial intentaba calmar la furia de aquel hombre pero no lograba convencerlo. Llegado un momento se retiró dejando el fregado en manos de la supuesta autoridad. Apenas paré la moto ante la tienda, observando la escena, cuando vi a Lucio por los suelos. Enseguida entró en la casa seguido de los uniformados. El tipo de las gafas negras apareció en el omnipresente jeep y se precipitó también dentro del local.
Siguieron algunas órdenes  y los gritos del viejo. Después se oyó el estampido familiar de la escopeta de caza y un sinfín de disparos secos y distantes. Herminio salió disparado de la tienda con la escopeta en la mano. Lo seguí sin pensar lo que hacía. Corrió por el callejón posterior y entró por la parte de atrás de la vivienda.
Lo alcancé justo a tiempo de situarme ante él y señalarme la sien con el índice, pero lo que vi en su mirada era todo lo contrario de la locura. En la casa no se oía nada. Abrimos la puerta sigilosamente. El cuerpo de Lucio yacía descompuesto sobre la mesa y en el piso de arriba se oían los sollozos ahogados de su mujer. Afuera el faccioso escupía amenazas fuera de sí mientras los otros dos le guardaban las espaldas. Ni siquiera habían retirado la escopeta del viejo y quedaban cartuchos desparramados por todas partes. Había un no sé qué de irrealidad en su cuerpo inerte.
El estampido de la escopeta de Herminio me volvió al presente.
Disparó dos veces protegido por la columna de la entrada y se echó la mano al bolsillo para cargar de nuevo.
Siguiendo un puro instinto me hice con el arma del muerto y recogí cuantos cartuchos pude mientras escuchaba el intercambio de fuego afuera. La figura petrificada de Herminio buscaba de nuevo más munición. Parecía una estatua estremecida por el estruendo.
Los estampidos secos de las pistolas eran menos frecuentes. Alguno había caído. Entonces vi que su mano no llegaba a salir. Cayó casi a plomo sobre la balaustrada de madera y quedó allí colgando como un espantajo. El militar seguía disparando mientras corría hacia él bufando como un toro. Vació el cargador hasta que el percutor hizo un ruido absurdo justo cuando su cara quedó frente al punto de mira de mi escopeta. Lo dejé sin pensamientos sin pensarlo.
Luego me levanté del suelo extrañamente tranquilo y observé el panorama en la plaza. Un caído que no se movía y otro agarrándose el estómago con una queja casi inaudible. Y una quietud que nadie creería.
En un par de minutos todas las dudas eran ya cosa del pasado. A punto de dejar aquel sangriento escenario me di cuenta de que no podía irme de cualquier manera. Para empezar la escopeta no podía quedar allí. Crucé la correa sobre el pecho y con los bolsillos de cartuchos corrí como si me llevara el diablo hasta donde me esperaba la moto.
La plaza permanecía desierta y el otro herido había dejado de quejarse. Mi cabeza comenzaba a asimilar lentamente la situación. Nada menos que tres muertos. Probablemente cuatro. Cabía la posibilidad de que Herminio se llevara todas las culpas, pero no me fiaba. Había que largarse y rápido. Arrastré la moto como pude hasta una pequeña pendiente a la salida del pueblo y no encendí el motor hasta tomar la primera curva.

1 comentario:

  1. ups creo que se te coló el IX donde no debías y lo leí primero sin darme cuenta... AY AY...

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